lunes, 1 de febrero de 2016

LOS HERMANOS CASSIDY




Aprovechando el lanzamiento, hace apenas dos semanas, de la última película de Quentin Tarantino, un western llamado "Los Odiosos 8" voy a subir hoy la historia de los Hermanos Cassidy.

El tema del lejano oeste es algo que siempre me apasionó. Era inevitable no adentrarme en ese mundo y darle un toque especial porque en esta ocasión no es la historia lo que más importa sino la manera en la que la cuento. Los hermanos Cassidy nos llevan a una misma situación crítica pero contada desde el punto de vista de cada uno de los hermanos. Existe una película llamada “Snake Eyes” que me abrió los ojos y me guió para poder escribir un relato con esta característica llamémosla “multiángulo”


Como curiosidad diré que el nombre de uno de los hermanos lo tomé prestado de una persona a la que le tengo gran afecto y respeto, mi profesor de Ingés Joseph Cassidy



LOS HERMANOS CASSIDY


JOSEPH CASSIDY

La montaña de los tres anillos no se llamaba así por casualidad. Su nombre se debía a los tres niveles que la componían. Cuanto más se subía a aquella montaña, más estrecho era el camino de tierra y mejor era la vista que se tenía del condado de Beaver.

Las calles de Beaver estaban llenas de actividad: Gente que corría de un comercio a otro, diligencias que cruzaban la ciudad en ambas direcciones atravesando los gigantes charcos de barro que se formaban cuando se derretían las nieves nocturnas, el banco en la plaza central siempre lleno de personas de bien. A la entrada, la estación de trenes, con su apeadero media milla antes de la estación para los viajeros que quisieran continuar su viaje en barco a través del rio. Pronto llegaría el tren que conectaba Cleveland con Pittsburgh y lo haría cargado con dinero procedente de los negocios de ganadería entre las dos ciudades. Aquella zona aún estaba libre de robos y atracos, por lo que los habitantes de Beaver eran confiados y la protección del tren era escasa. Sería justo antes del apeadero, frente a la montaña de los tres anillos, alejados de la ciudad donde los hermanos Cassidy pretendían asaltar el tren. Corría el mes de Noviembre de 1879 y comenzaba a atardecer.

Joseph amarró su caballo a la espalda de la montaña mientras que éste bufó en la soledad de aquel lugar frío y salvaje. Se subió la solapa de la chaqueta de piel de borrego, se colgó el rifle a la espalda y la correa quedó atravesando su pecho. Acarició la cabeza del animal con su mano enguantada mientras inspeccionaba a su alrededor asegurándose de que no había nadie por aquel lugar. Comenzó a subir la montaña.
Nunca fue muy habilidoso escalando, o montando a caballo. Realmente debería haberse dedicado a otros asuntos más legales y decentes, donde esas habilidades no fueran tan importantes, antes de dejarse convencer por su hermano mayor y verse envuelto en una oleada de actividades delictivas, obligado a asaltar trenes y diligencias. Cada acto de crueldad que los hermanos Cassidy llevaban a cabo, suponía en Joseph una semana de tristeza y arrepentimiento, lo que provocaba la ira de su hermano Crawford. Si en el atraco Crawford terminaba matando a alguien su pena era aún mayor, y pasaba la tarde siguiente arrodillado rezando a los pies de un montón de arena, coronado con una pequeña cruz de madera que él mismo construía para pedirle perdón a las víctimas y a Dios, buscando así su redención.
Extrañamente, su habilidad con el rifle de largo alcance, desde pequeño, siempre fue mucho mejor que la de su hermano. Le gustaba recordar como su padre le felicitaba por su puntería y su precisión con aquella arma cuando aún era solo un niño.
Había recorrido la primera mitad del anillo cuando llegó a la cara de la montaña que le permitía ver el apeadero. Se ocultó tras una roca clavando una de sus rodillas en la tierra. Comenzó a escudriñar el camino y las vías del tren. Bajó el ala de su sombrero para protegerse de los últimos rayos de sol que iban aponer punto y final a aquel día tan duro para él. Llegar a negociar tu libertad con la vida de tu hermano como moneda de cambio no había sido un trago fácil.
Mientras oteaba las vías del tren y el apeadero, seguía dándole vueltas a la vida que hasta entonces había llevado. ¿Cómo había podido dejarse convencer para todo aquello que creció y creció como una bola de nieve en lugar de partir hacia el este y buscar un trabajo honrado tal y como era su propósito?
Se incorporó y comenzó a correr con el torso encorvado hasta ponerse a cubierto justo al otro lado del camino, de rodillas, tras otra roca donde aún podía vigilar el tren sin llegar a ser visto. Allí volvió a escudriñar el apeadero. El vaho salía de su boca. Se quedó pensando que desde allí tenía un buen ángulo para disparar en el momento oportuno pero estaba demasiado a la vista para que le devolviesen el fuego. A lo lejos pudo ver la humeante chimenea una locomotora que se aproximaba. Sabía que ese no era el tren que esperaba pero pronto la cabeza de su hermano estaría a tiro. Se descolgó nervioso el rifle de la espalda, lo apoyó el cañón sobre la roca que lo ocultaba y a través del visor contempló la escena.
El silbido del tren alertó al jefe de estación. La tenue luz de un farol se encendió dentro de la oficina y al poco tiempo un hombre con un grueso abrigo azul y una bandera verde salió al exterior. El jefe de estación era viejo, tenía un bigote canoso y poblado. La punta de la nariz roja por el abuso del alcohol. Pataleaba el suelo sin parar para entrar en calor mientras sostenía la pequeña bandera como un niño sostiene un helado.
Por encima del cañón de su rifle pasó reptando una serpiente de pequeño tamaño. Lo hizo sin pausa alguna por lo que no tardó más de unos tres segundos en hacerlo. Aun así, el menor de los Cassidy contuvo la respiración y volvió a preguntarse si hacía bien estando allí con aquel motivo.
El tren paró con un traqueteo y con el sonido metálico de la fricción de las ruedas sobre la vía, quedando envuelto en una nube de vapor mientras que el jefe de estación agitaba la bandera. Del tren bajaron dos familias con baúles y maletas de toda clase de colores y formas. También bajaron cuatro hombres vestidos de negro que comenzaron a descargar ataúdes de madera oscura. De la oficina salió el ayudante del sheriff y estrechó la mano de uno de los hombres que dirigía la descarga de los ataúdes tras intercambiar y firmar una serie de documentos. El padre de una de las familias se dirigió al jefe de estación y tras una breve conversación este sopló su silbato. El relincho de un caballo se oyó desde detrás de la estación y un carruaje apareció por el lateral. Una de las familias montó en el carromato mientras que la otra volvió a subir al tren. Un sepulturero sacó una petaca del interior de su abrigo. Tras un largo trago se la ofreció al jefe de estación que la aceptó de buen grado. Luego le llegó el turno al ayudante del sheriff y ante la indiferencia de este, el sepulturero volvió a beber y devolvió la petaca al interior de su abrigo despidiéndose del personal de la estación tocándose el ala de su sombrero. La locomotora volvió a silbar, traquetear y expulsar vapor por los laterales hasta que finalmente reanudó la marcha. El jefe de estación siguió agitando la bandera hasta que el tren se fue. Cuando se giró para entrar en la oficina se encontró con el dedo índice del ayudante del Sheriff que le recriminaba por beber en horas de trabajo. Los dos volvieron dentro.
Un copo de nieve cayó en la roca, y luego dos más. El sol se fue definitivamente y se hizo de noche. Un hombre que caminaba sobre zancos portando una antorcha fue parándose ante cada uno de los faroles de la calle y las luces de Beaver comenzaron a encenderse. Un disparo sonó en la avenida principal del condado acompañado de un grito con marcado tono mexicano y la música de la pianola del salón sonó alegremente traída por el viento que corría desde la ciudad en dirección a la montaña. La nieve empezó a caer con más fuerza.
Joseph pensó que había tenido suerte de que la nieve cayese antes de que él llegase a la montaña de los tres anillos, así nadie podría seguir sus huellas. Aquél mismo pensamiento le llevó a la conclusión de que si quería tener un lugar más seguro para disparar debería subir al segundo anillo y tendría que hacerlo antes de que la nieve cubriera el camino completamente y dejase sus huellas en él. Se puso en pie y comenzó a andar por la empinada montaña.
Cuando llegó a la parte trasera de la montaña, entre el primer y el segundo anillo, miró hacia abajo y vio cómo su caballo blanco seguía quieto, atado al árbol. Se apresuró y caminó hasta el segundo anillo. Volvió a arrodillarse, reflexiono y llegó a la conclusión de que el mejor lugar para disparar sería junto al gran matorral seco, espinoso y blanqueado por la nieve situado en mitad del camino. Corrió agachado hasta la posición elegida y se tumbó a esperar con el rifle a un costado.
Allí, sobre el frio suelo y con la nieve cubriendo su cuerpo siguió analizando los hechos que le habían llevado hasta aquella situación límite. No podía creer como el gobernador le había ofrecido aquel trato. Indultarlo a cambio de entregarle a su hermano vivo o muerto. Claro estaba que estudiando la situación era mucho más fácil entregarlo occiso.
En la oscuridad de la noche el aullido de un lobo sacó a Joseph de sus pensamientos. Tras mirar nervioso en dirección al bosque de abetos, cuyas ramas estaban cubiertas de nieve, que tenía a su frente se dio cuenta de que estaba entumecido por el frio y con los codos empapados por la nieve. Se quitó la bufanda del cuello, la dejó en el suelo, cerró su abrigo hasta el último botón y volvió a clavar sus codos sobre la bufanda para amortiguar el frio. Siguió pensando en su hermano arañando con sus manos enguantadas el suelo formando pequeños surcos en la nieve. No llegaba a entender las razones que tenía su hermano para haber atracado y asesinado aunque si veía nobleza y sensatez en el acto fratricida que estaba a punto de cometer él mismo. Durante toda su vida Joseph había estado bajo la sombra y la amenaza de su hermano. Ese ser tan despreciable y sin escrúpulos que no distinguía el bien del mal, que no le importaba nada ni nadie salvo él mismo, que no pararía hasta alcanzar lo que quisiera sin importarle lo que había en medio. Su hermano no le temía ni al demonio ni al gobernador, ni a la biblia, ni a la placa del sheriff. Joseph no se sentía menos despreciable que su hermano pero sabía que en su interior él no era así y que con aquél sacrificio pondría fin a aquella ola de maldad y saldaría su cuenta con la justicia aunque no con Dios. Tendría que rezar más de una vez delante de una montañita de arena con una pequeña cruz para redimirse.
El viento cambió de dirección haciendo que los copos de nieve variasen su recorrido y la música del condado dejó de oírse. Un nuevo aullido de lobo volvió a sonar pero esta vez sobre su cabeza. Se giró rápidamente sobre sí mismo quedando boca arriba, con una mano sobre el gatillo de su rifle que apuntaba hacia el tercer anillo y la otra sobre la culata. Así permaneció largo rato, con la respiración entrecortada sin hacer ningún gesto, salvo cargar el arma. La boca entre abierta hacía que los pulmones se le enfriasen y doliesen. No distinguía ninguna silueta en el pico de la montaña. Todo era oscuridad allá arriba.
Un nuevo silbido de tren cruzo las vías y llegó hasta la montaña. Lentamente Joseph giró la cabeza para mirar las vías sin dejar de apuntar al cielo con el rifle. Aún quedaba tiempo para que el tren llegase a la estación así que siguió apuntando a la opaca bruma de la cumbre.
Oscuridad, nada, la silueta de la montaña recortando el cielo negro en mitad de la fría noche.
Así estuvo largo rato hasta que se dio por vencido y dejó de prestarle atención al lobo. Poco a poco se fue girando hasta ponerse boca abajo y encañonó con su rifle a la locomotora que ya había comenzado su ritual de ruidos y vapores para frenar.
Allí estaba una vez más el jefe de estación agitando su banderita verde, el ayudante  del Sheriff, y algunos pasajeros que esperaban para poder subir a los vagones. Pronto tendría que aparecer Crawford Cassidy entre los árboles, como un fantasma procedente del infierno, sujetando las riendas de su caballo con la boca. Primero dispararía al ayudante del Sheriff con el pesado y largo rifle de su mano derecha, luego le llegaría el turno al jefe de estación. Dispararía varias veces con su revolver de cañón largo, hasta quedarse sin balas, contra los cerrojos de la puerta del vagón que contiene el dinero, guardaría su revolver en la cartuchera de su cintura, el rifle en la alforja de su caballo y haría este echase la puerta abajo. Desenfundaría el revolver de cañón corto que guarda en la cartuchera de su pierna y dispararía a la primera persona que viera en el vagón. No perdería el tiempo en desmontar, entraría montado y apuntaría a los hombres que lo custodian. Probablemente alguno trataría de detenerlo pero estaría muerto antes de poder hacer más nada. Ordenaría que alguien le lanzase las dos pesadas bolsas de cuero con el dinero y saldría de aquel vagón como quien huye de un incendio en un polvorín. Ese sería el momento justo en el que Joseph descargaría un tiro certero en la cabeza de su hermano Crawford.

El tren se paró y las puertas de los diferentes vagones se fueron abriendo. De ellos comenzaron a bajar familias enteras. Cada una de una clase social distinta según el vagón del que descendían. El ayudante del sheriff vigilaba apoyado en el marco de la puerta de la oficina mientras que sostenía una humeante taza de café. El vigilante de la estación no dejaba de dar explicaciones a los pasajeros del tren que lo rodeaban para saber cuál era la mejor forma de llegar a tal o cual sitio. Otro carruaje llegó al andén y un hombre bien vestido, con un largo sombrero de copa cargó en él sus pertenencias y tras una indicación ordenó que comenzase la marcha. Ese era el último tren y pronto su hermano haría su fantasmagórica aparición. No dejaba de apuntar al único vagón que aún quedaba con las puertas cerradas.
El vaho salía de su boca entre abierta. Su pupila se ajustaba con precisión a la mira del rifle. En mitad de aquella noche fría no temblaba. Estaba concentrado y había conseguido aislar sus sentimientos de culpabilidad. Los había cambiado súbitamente por una obligación y el deseo de cumplir un pacto. No veía al hombre al que iba a asesinar como a su hermano, lo veía como a un atracador de trenes al que había que darle su merecido y sangriento final. Se pasó la lengua por los labios resecos. La espera le comía por dentro pero Crawford no aparecía.
El sonido del silbato del ayudante del Sheriff voló hasta la montaña de los tres anillos y la locomotora empezó a expulsar vapor para comenzar su marcha. Joseph apartó extrañado la mejilla de la culata de su rifle para tener una visión más amplia de la situación, puede que su hermano apareciera en ese mismo momento, puede que lo hiciera pero desde el bosque, bordeando la oficina de la estación de trenes. Podría aparecer por cualquier lugar pero tenía que aparecer en ese mismo momento.
Volvió a acomodarse la culata del rifle en el hombro y a mirar a través de la mira del fusil. Su respiración entrecortada reflejaba ansia y desesperación. Con el cañón apuntando al frente miró repetidamente desde la puerta del vagón hasta los árboles y desde los arboles hasta la puerta de la oficina del Sheriff.
El tren volvió a chirriar y a expulsar vapor hasta que finalmente reanudó la marcha. Joseph estuvo a punto de disparar contra la cabeza del maquinista para que el tren no partiese de la estación. Tenía que ser robado por su hermano. La desesperación le superaba pero el tren se alejó lentamente y Crawford no apareció. Joseph se puso de rodillas, se quitó el gorro y lo sacudió para que la nieve se cayese. Se echó el pelo hacia atrás y volvió a ponerse el sombrero. Suspiró mirando al cielo dejando que el aire de la noche invernal enfriase sus pulmones. Recogió su bufanda del suelo, la sacudió y anudó al cuello por fuera de su abrigo, colgó su fusil en su espalda y se puso en pie. Lentamente y pensando en los problemas que ahora tendría con las justicia por no haber logrado con éxito su parte en el acuerdo, empezó a descender por la montaña hasta que llegó donde su caballo le esperaba pacientemente. Colgó su arma en la alforja del animal, volvió a acariciarle la cabeza y montó. El viento volvió a traer la música y los gritos de júbilo de la ciudad. Joseph tiró suavemente de las riendas y comenzó a cabalgar dejando las huellas de las herraduras de su caballo en la nieve sin parar de pensar donde podría estar su hermano Crawford.

CRAWFORD CASSIDY

La montaña de los tres anillos no se llamaba así por casualidad. Su nombre se debía a los tres niveles que la componían. Cuanto más se subía a aquella montaña, más estrecho era el camino de tierra y mejor era la vista que se tenía del condado de Beaver.

Las calles de Beaver estaban llenas de actividad: Gente que corría de un comercio a otro, diligencias que cruzaban la ciudad en ambas direcciones atravesando los gigantes charcos de barro que se formaban cuando se derretían las nieves nocturnas, el banco en la plaza central siempre lleno de personas de bien. A la entrada, la estación de trenes, con su apeadero media milla antes de la estación para los viajeros que quisieran continuar su viaje en barco a través del rio. Pronto llegaría el tren que conectaba Cleveland con Pittsburgh y lo haría cargado con dinero procedente de los negocios de ganadería entre las dos ciudades. Aquella zona aún estaba libre de robos y atracos por lo que los habitantes de Beaver eran confiados y la protección del tren era escasa. Sería justo antes del apeadero, frente a la montaña de los tres anillos, alejados de la ciudad donde los hermanos Cassidy pretendían asaltar el tren. Corría el mes de Noviembre de 1879 y comenzaba a atardecer.

Crawford pidió y apuró de un trago su tercer vaso de whisky. Miró fijamente al camarero y le hizo un comentario despectivo comparando su peinado con la vagina de una mujer. El camarero, bajito, con bigote de puntas rizadas y el pelo peinado con raya en medio perfectamente delineada miró hacia abajo y siguió secando los vasos que sacaba de un cubo lleno de agua amarillenta. -Cobarde de mierda- Espetó el mayor de los hermanos Cassidy. Bajó de su taburete y lanzó un par de monedas sobre la gruesa y gastada barra de madera marrón del salón. Normalmente, con aquel camarero apocado y el local vacío se hubiera ido sin pagar pero prefirió no meterse en ningún lío esa tarde.
Salió del local medianamente aturdido por el alcohol, miró el sol, se colgó el sombrero a la espalda y pensó que aunque aún era pronto debía ponerse en marcha. Montó en Roble, su caballo marrón, y cabalgó lentamente por las enfangadas calles de Beaver con la mirada perdida.
La gente intentaba no prestarle atención para no provocarlo y se apartaba de su camino.
Al pasar por la puerta del burdel detuvo la marcha y sin mirar hacia la puerta realizó una respiración profunda intentando captar el aroma de aquel lugar. Comenzó a reír silenciosamente, giró la cabeza y vio como una mujer le sonreía desde una ventana del piso superior. Él agachó la cabeza, se encorvó hacia la izquierda apoyando sus brazos en la cabeza de su silla de montar y escupió sobre el fango. Se quedó unos segundos mirando al suelo con su malévola sonrisa de medio lado, dejando entre ver sus dientes amarillentos y separados, meditando sobre si subir o no. Finalmente se incorporó sobre su caballo y prosiguió su camino dejando atrás el lupanar. Ese día tenía algo importante que hacer.
Al llegar a la plaza central giró a la izquierda y encaró la avenida principal para salir del pueblo. Era completamente de día pero debería llegar pronto a su destino si quería llevar a cabo con éxito su plan.
Bordeó y se alejó de la montaña de los tres anillos. Desmontó y se adentró a pié tirando de las riendas de Roble, en las profundidades de aquel bosque caduco. Cuando lo consideró oportuno ató a su caballo a un grueso y pelado árbol. Sacó de una de las alforjas del animal una larga escopeta, la abrió y apunto al cielo con ella para asegurarse de que el arma estaba limpia. La cargó con un par de cartuchos y se la cruzó en la espalda. Comenzó a andar por el bosque en dirección a la montaña de los tres anillos pensando en el trato que días antes había firmado con el gobernador. Crawford sabía que era mala persona, que el rencor, el odio y el mal habitaban en él pero matar a su hermano a cambio del perdón era algo muy distinto. Su hermano no era un comerciante, ni un político ni nadie al que él odiara pero aun así, en su muerte encontraría la redención. No le cabía la más mínima duda de lo que tenía que hacer aunque le doliese.
Lenta y pesadamente subió por el camino hasta llegar al último anillo de la montaña. Al llegar, se sentó en el suelo para descansar recostado sobre una piedra y dejó que el sol acariciase su maltratada cara llena de cicatrices. Miró hacía el condado y llegó a la conclusión de que desde aquella montaña su hermano tendría un buen ángulo de tiro para cazarle en caso de haber querido atracar aquel vagón tal y como habían planeado un par de semanas antes de que el gobernador le ofreciera aquel trato fratricida.
Que el gobernador era un hombre de palabra, un político implacable y un hombre de ley lo sabía todo el mundo, que era un cerdo sin escrúpulos también. Por eso Crawford supuso que si el gobernador tenía dos problemas llamados Crawford y Joseph ahorraría tiempo y dinero si mandaba a uno de sus problemas a cazar a otro. Al gobernador le daba igual que hermano matase al otro, una vez perdonado solo era cuestión de tiempo que el superviviente volviese a las andadas y le diese un nuevo motivo para cazarle. Lo único en lo que el gobernador no pensó fue en la inocencia de Joseph. Él nunca volvería a la vida que había llevado hasta ese día. Partiría lejos y buscaría un empleo decente. Aun así el gobernador mandaría a sus alguaciles para perseguirlo y hacerle la vida imposible hasta que Joseph cometiese un error y actuase fuera de la ley. No, Crawford prefería matar el mismo a su hermano y librarse de las penas que le imputaban antes de ver como su hermano se pudría en una cárcel o era asesinado por los hombres del Sheriff.
Pasó un largo tiempo, el sol empezaba a anaranjarse y, si su hermano Joseph era listo, pronto llegaría a la montaña para evitar que Crawford le siguiese el rastro de sus huellas en la nieve. A los pies de la montaña pudo ver como un lobo gris de robustas patas olisqueaba el terreno. Acomodó la escopeta contra su hombro y le apuntó a la cabeza. Amartillo el arma y colocó el dedo en el gatillo, mantuvo la respiración durante unos segundos pero volvió a guardar su fusil. El sonido de un disparo sin duda atraería la atención de cualquiera, incluso de Joseph que pronto llegaría a la montaña. Se rascó la mejilla con el cañón del rifle y mantuvo esa posición con los ojos cerrados mientras que dejaba pasar el tiempo.
Oyó, por fin, a un caballo bufar y supo de inmediato que su hermano estaba en la montaña. Se tumbó en el suelo y se dirigió reptando hasta la cara opuesta al condado donde vio como Joseph amarraba a su caballo y le acariciaba la cabeza. Pensó que desde allí mismo podría pegarle un tiro y terminar con aquel asunto pero prefirió esperar a que su hermano subiese al segundo anillo o incluso al tercero para no errar el tiro.
Volvió reptando a la cara de la montaña desde la que se divisaba el condado y sonrió al ver como su presa cruzaba nerviosa el estrecho camino que bordeaba la montaña escondiéndose de roca en roca buscando la mejor posición para disparar.
Un tren apareció en la lejanía, silbó y paró en la estación mientras Crawford observaba los movimientos de los pasajeros sin quitarle la vista a su hermano.
Dos copos de nieve cayeron sobre sus botas y luego otros dos más en el suelo hasta que la nevada llegó a Beaver con la desaparición del último rayo de sol y la llegada de la noche.
El sonido de un disparo cruzó el pueblo y el ruido de la fiesta que empezaba en el Salón llegó a la montaña transportado por el viento. Crawford pensó que estaría mejor bebiendo en el lupanar con alguna prostituta en sus rodillas mientras veía el espectáculo de las chicas bailando o discutiendo borracho en alguna timba de póker porque alguien le hubiese llamado tramposo. El aullido de un lobo salió del bosque y le devolvió a la realidad de la montaña. Miró tranquilo hacia el bosque. Probablemente sería el mismo lobo que había visto antes de que cayese la tarde. Volvió a vigilar a su hermano. -Vamos Joseph, sube un anillo más. Ahí te pueden devolver el fuego- Lo animó mentalmente. Justo en ese instante su hermano se incorporó y corrió torpemente para alcanzar una posición más segura en el segundo anillo. Por la parte derecha de la montaña apareció el menor de los Cassidy, jadeando por el frío y el esfuerzo de subir la montaña. Crawford sintió como el viento había cambiado y dejó de oír el sonido alegre del Salón.
Al ver a su hermano tan cerca, indefenso y recostado en la nieve, decidió que podría abatirlo usando simplemente su pistola. La sacó con una mano mientras que se giró para dejar la escopeta sobre la roca que ahora estaba cubierta de nieve.
En el momento preciso en el que Crawford se giró para soltar el arma el aullido de un lobo, a medio metro de él, le hizo temblar de miedo. En ese mismo instante su hermano Joseph se giró desde el segundo anillo apuntándole directamente a la cabeza con su escopeta. Instintivamente Crawford apuntó a Joseph con su pistola y el lobo avanzó hasta casi pegar su hocico a su cara. Podía sentir la respiración fétida del animal directamente en su nariz. El tiempo se hizo eterno y Crawford, en mitad del frio de la noche sintió que su muerte estaba cercana. Podría ser un lobo arrancándole la cabeza de un solo mordisco, podría ser un disparo de su propio hermano pero de aquella situación no saldría vivo. La nieve seguía cayendo, helándole la sangre, los pensamientos y la capacidad de reaccionar ante aquella situación.
El silbato del tren sonó fuerte rompiendo el silencio de la situación. Crawford giró levemente la cabeza para vigilar el rifle de su hermano que seguía apuntándole a la cabeza pero el lobo continuaba mirándole fijamente con sus enormes ojos amarillentos y su fétido aliento.
El tren paró en la estación entre una nube de vapor y el sonido metálico de sus ruedas contra los raíles. Joseph, desde su posición volvió a girarse y quedó boca abajo. El lobo sacudió la cabeza, bostezó y dio media vuelta caminando lentamente golpeando con el rabo los matorrales de la montaña.
Respiró aliviado, realmente había temido por su vida en esa situación. Tragó saliva, se puso en pie y tras un corto periodo de reflexión alargó el brazo que sostenía la pistola y apuntó a la espalda de su hermano para asegurar el disparo, con un segundo disparo en la cabeza podría quitarle la vida.
Los pasajeros del tren salían y entraban de los vagones mientras que Joseph apuntaba con su rifle directamente a la puerta del vagón que contenía la caja fuerte con el dinero. Sin duda Joseph conocía a Crawford pero aun así el hermano mayor de los Cassidy iba un paso por delante de su hermano menor.
Amartilló su revolver de cañón largo lo más despacio que pudo para evitar hacer ruido. Volvió a suspirar y a contener la respiración. Tenía un trato con el gobernador y debía cumplir su parte del trato. Guiñó su ojo para corregir el tiro. Volvió a abrirlo y bajó su arma. Se humedeció los labios agrietados mirando al cielo y con un rápido movimiento volvió a subir el arma y a guiñar el ojo.
Un solo movimiento más, una presión de su dedo índice sobre el gatillo de su revólver y Joseph estaría muerto.
Fue entonces cuando volvió a cerrar los ojos y recordó los sermones y enseñanzas que su padre le inculcaba cuando era pequeño. Recordó el valor de la familia. Una virtud escondida profunda en él, la del perdón, afloró. Apretó los labios y tras respirar profundamente abrió su mano. La pistola se balanceó y quedó apuntando al suelo, suspendida de su dedo índice. Pensó que si rompía el trato con el gobernador todo el peso de la ley caería sobre él pero eso era algo que desde hacía tiempo no le preocupaba. La horca no sería más dolorosa si no cumplía lo pactado. La lista de atracos y asesinatos que le imputaban era tan larga que romper aquel acuerdo no tendría mayores consecuencias. Giró su muñeca haciendo que el arma diera media vuelta sobre su dedo índice y finalmente la guardó en su funda.
El tren reanudó su marcha y su hermano se levantó. Él siguió en pie, con la mente en blanco, la mirada perdida. La locomotora ganó velocidad y desapareció en la lejanía. Joseph recogió sus cosas y se marchó montaña abajo apesadumbrado. Crawford permaneció en pie cubriéndose de nieve mientras que la pianola del Salón volvía a cabalgar sobre el viento hasta la montaña de los tres anillos.