domingo, 21 de noviembre de 2021

EL SÍNDROME DE ESTOCOLMO

No creo que Facebook o mi blog sean los sitios adecuados para contar sentimientos y cosas privadas e íntimas, por eso nunca subí el texto que escribí hace algunos meses sobre mis experiencias durante el confinamiento, pero ayer vi una película llamada CONTAGIO y pensé que hoy sí era un buen día para compartirlo con vosotros.


EL SÍNDROME DE ESTOCOLMO




Entiendo que toda vida debe finalizar
mientras nos sentamos solos.
Sé que algún día partiremos.
Soy un hombre afortunado que cuenta con ambas manos
a los que amo
.”


(Just Breath, Pearl Jam)

 

Síndrome de Estocolmo: Término utilizado para describir una experiencia psicológica paradójica en la cual se desarrolla un vínculo afectivo entre los rehenes y sus captores.

 

    Llevaba años con preocupaciones y dolores de cabeza. Implorando unas vacaciones totales. No solamente un periodo remunerado de inactividad laboral, de esos ya había tenido bastantes a lo largo de mi vida y sabía perfectamente que, aunque no trabajase, los problemas de la vida no paraban un segundo y que, si no eran los estudios, era la vida en pareja, o era la nueva avería del coche y si no, otra cosa distinta. La cabeza no paraba nunca, no había descanso. ¿Cómo se conseguiría ese total descanso de la mente?

    El día 17 de noviembre del 2019 el mundo que conocemos comenzó a cambiar cuando se detectó el caso de la primera persona contagiada por el covid19. La pandemia se extendió rápidamente por el mundo, siendo el de un alemán que pasaba sus vacaciones en la isla de La Gomera, el 31 de enero de aquel mismo año, el primer caso detectado en España. Finalmente, el 15 de marzo del 2020, el presidente declaró el confinamiento total y absoluto durante los siguientes tres meses. Fueron tres extraños meses en el que todos los países cesaron la actividad laboral, siendo solo las actividades esenciales a las que se les permitió continuar con su labor. Negocios cerrados, calles vacías y silenciosas. Ningún coche particular, solo algún autobús casi sin pasajeros o alguna que otra patrulla de la policía.

    A finales del verano del 2019 se acabó la relación sentimental que había mantenido durante los últimos tres años y medio y terminando el mes de febrero del 2020, un par de semanas antes del confinamiento, con el tiempo justo para solicitar la prestación económica de manera presencial en la oficina de empleo y comprar una botella de ginebra, fui despedido de mi trabajo.

    Fuera, la gente fallecía, los hospitales estaban desbordados por los enfermos, los centros médicos no eran capaces de atender a todos los pacientes que acudían en busca de ayuda. La economía del país se venía abajo, el mundo entero se iba a pique, pero yo, dentro de los confines de mi pequeño ático en el barrio de segunda mano y más bohemio de la ciudad, estaba a salvo disfrutando de ese periodo en el que milagrosa y misteriosamente el mundo estaba en pausa.

    ¡Por fin había ocurrido! No había novia en casa con la que discutir, ya no había nada que arreglar, solo analizar y aprender de la cadena de sucesos. No había que ir a trabajar, no había preocupaciones por llegar o no a las ventas semanales, nadie a quién llamar a la hora de la siesta para venderle nada. Tampoco había cargo de conciencia por no tener empleo, ni por no buscarlo. No había actividad comercial, no había nada que buscar ni encontrar en las plataformas de trabajo y tenía las necesidades económicas cubiertas gracias a las prestaciones generadas con el trabajo de todos los años anteriores.

    Meteorológicamente hablando, salvo el último mes, recuerdo días nublados, grises y lluviosos.

    La humanidad, al menos durante aquellos tres mágicos y mortales meses, se dio cuenta de que, para sobrevivir a aquel encierro, había que remar en una misma dirección. Una dirección en la que el apoyo moral y el compañerismo era fundamental. Los famosos entretenían a sus seguidores realizando en sus redes sociales animadas entrevistas o conciertos acústicos gratuitos desde sus casas, incluso yo participé con una actividad similar aprovechando mi condición de escritor novel. Las videollamadas entre amigos y familiares eran continuas. Todos se contaban como llevaban aquel forzoso encierro, qué actividades y en qué horarios las realizaban. La salud y el teletrabajo eran temas recurrentes en aquellas melancólicas conversaciones. En mi edificio, a veces y de manera espontánea, tenía lugar una charla de puerta a puerta o de planta a planta entre vecinos, respetando la adecuada distancia de seguridad, protegiéndonos la nariz y boca con mascarillas de papel. También era frecuente el intercambio de comida dejando en las puertas tupperwares con lo que cada uno había cocinado aquel día. Luego, un whatsapp avisaba de aquella comida en el felpudo.

    Pronto la vida entre cuatro paredes de las personas se llenó de costumbres y rutinas. Después de comer, se emitían largos discursos cargados de mentiras de los políticos de turno sobre el estado y la dirección en la que evolucionaba la pandemia y las consecuencias que estaba teniendo, salir a los balcones y ventanas a las ocho de la tarde para aplaudir a los empleados de la sanidad pública. A las diez de la noche, a través de su canal particular de YouTube, un periodista que había enfocado toda su carrera a iluminar el misterio que envolvía a espíritus y ovnis, se embarcó en solitario en la exhaustiva búsqueda de la verdad sobre el origen oculto de aquella pandemia. Decía que pudieron ser soldados americanos que visitaron china para participar en los juegos olímpicos militares. También podría ser un murciélago en un mercado insalubre de una ciudad de la que nadie había oído hablar hasta aquellos días el que propagó la enfermedad. Incluso hubo una tercera y más aceptada teoría que ubicaba el foco de la pandemia en un laboratorio, no muy alejado de aquel mercado. Fuera cual fuera el origen, yo seguía aquellos programas con gran atención desde mi apartamento hasta que finalizaban cerca de la media noche. Era entonces, cuando tras asearme, me servía una ginebra como postre y escribía y escribía, trabajando en mi segunda novela hasta altas horas de la madrugada.

    Con el paso del tiempo, el sentimiento y la necesidad de un contacto más directo crecía. Se echaban de menos los abrazos, los besos, una cerveza en tu bar favorito mientras veías el fútbol. Las visitas quincenales al supermercado en el que trabajaba mi amigo eran el único contacto humano directo, envuelto en un clima de culpabilidad por estar en la calle, del que disfrutaba.

    Todo momento que nos marca la vida va acompañado de un olor, o una melodía y cuando volvemos a escuchar esas notas o a percibir ese olor o sabor, nos trasportamos a aquel momento. En mi caso hubo una canción que encontré por casualidad -serendipia lo llaman- y que me acompañó durante aquellos tres meses de confinamiento. “Así Fue” era una canción que solía escuchar mi hermana cuando aún todos vivíamos en casa de mis padres. No sé qué estaría buscando aquella fría y lluviosa tarde en la que automáticamente sonó aquella melodía. Me erizó el pelo de los brazos volver a oírla algo más de treinta años después. Quise entonces investigar un poco más sobre aquel recuerdo y fue entonces cuando encontré la versión reggae de Dread Mar I. Desde aquella noche la volví a escuchar cada mañana mientras me aseaba para comenzar el día.

    Hoy, el virus sigue entre nosotros, pero ya no estamos confinados. El mundo ha vuelto a girar, hay que volver a estudiar, a trabajar, a discutir, a preocuparse… Sé que para muchos ha supuesto la ruina económica, el cierre de los comercios que han sido el sustento de sus vidas y de la de sus familias. Sé que muchos han quedado atrás y que todos han perdido a algún familiar o amigo. Han sido muchos los sueños e ilusiones que se han diluido hasta desaparecer, pero a mi me dio descanso, paz y creatividad.

    Perdonadme si yo echo de menos ese periodo de tranquilidad y de seguridad que me dieron aquellos meses del año 2019.

Yo echo de menos despertarme con aquella canción de Dread Mar I, echo de menos el confinamiento.

viernes, 24 de abril de 2020

PRIMAVERA PLATEADA

Esta historia fue lo que la canción Silver Springs de Fleetwood Mac me inspiró cuando sonó por el hilo musical de la cafetería en la que trabajaba. Hacía poco que había leído Rebeldes y La Ley De La Calle, de Susan E. Hinton , ambientadas en la América de mediados del siglo pasado. Como cantaba Un Pingüino En Mi Ascensor, yo también quise ser un Teenager Norteamericano, así que en agradecimiento a Susan y a todos los personajes que tanto me entretuvieron en aquellos meses de aquel verano, decidí escribir esta historia que no es más que la descripción literaria de un instante.


PRIMAVERA PLATEADA



Salió del agua en mitad de la noche con los vaqueros empapados. La camisa abierta se le pegaba mojada al cuerpo dejando ver su pecho enjuto y blanquecino, con la cicatriz del navajazo mal curado que le propino a traición Benny Farretsi en el gimnasio del instituto tres años antes. Se apartó el pelo de la cara y el agua recorrió sus mejillas mezclándose con las lágrimas. Nunca había llorado, ni siquiera cuando a los seis años su padre los abandonó dejando a su madre en un mar de deudas y facturas por pagar. Pero aquella noche sí, aquella noche todo su mundo se vino abajo y decidió ahogar las penas con la botella de burbon que había robado en la gasolinera de su mejor amigo, y a él mismo en el océano. Sonrió como un demente cuando se imaginó lo que debía parecer al salir del agua.
Miró a su alrededor y no vio nada. Sintió que sus pupilas, dilatadas por el alcohol y las drogas, no conseguían enfocar nada. Intentó salir del agua. Sacar los pies, que con el vaquero mojado ahora pesaban el doble, de la orilla, pero el golpe de una ola le hizo perder el equilibrio y caer tragando un enorme buche de agua salada. Escupió algo de sangre del labio que se mezcló con un hilo del vomito provocado por el alcohol y el agua, mientras a cuatro patas intentaba encontrar la botella de burbon medio vacía que el mar le arrebató. Sintió la pérdida y rió amargamente por su suerte mientras salía del agua a gatas, intentando ponerse en pie, pero una nueva ola le volvió a hacer caer y decidió sentarse en la orilla, donde cada nueva ola le bañaba suavemente las piernas y la parte baja de la espalda. Sintió paz y tranquilidad, cosas que no sentía desde hacía mucho tiempo.
Dejó de sonreír, de llorar, de sentir frío y soledad. Se preguntó cómo había llegado a aquella forma de vida. Recordó como apenas cuatro años atrás, en aquella primavera plateada del 52, fue elegido mejor jugador del equipo de fútbol y más tarde rey en el baile de fin de curso junto a aquella otra chica de la que no recordaba su nombre. Aquellos fueron los únicos actos civilizados que había habido en su vida y fueron el comienzo de la nueva vida que le haría entrar en la universidad, ser un hombre de bien y de provecho, la persona opuesta a lo que su padre había sido. O al menos eso pensó él mientras la banda tocaba Blue Moon en el gimnasio del instituto y él bailaba lento con Sue… -Sue Goldman ¡Ese era su nombre! -Sonrió al recordarlo. Pero ¿dónde se estropeó todo? ¿Qué le hizo dejar el equipo de fútbol, el instituto, caer en aquella espiral de delincuencia juvenil, de alcoholismo y drogadicción? Volvió la cabeza a un lado, intentando encontrar las respuestas en la espuma del mar que manchaba los bajos de su camisa.
La voz distorsionada por el megáfono y por las drogas hablaba. No sabía cuál era el mensaje, pero la oía. Las luces azules y rojas le daban dolor de cabeza y los focos de los coches de la policía le cegaban cuando le apuntaban a los ojos. ¿Cuánto tiempo llevarían ahí? Podrían ser horas y él no se hubiera enterado.
-¡Tire el arma y permanezca sentado!- Eso es lo que gritaba el policía, ahora podía oírlo.
El arma, no recordaba llevarla encima, pero tenía lógica. ¿Cómo si no habría robado en el drugstore? ¿O robado el coche a aquella pareja de novios para huir por el canal y dar esquinazo a la pasma? Ahora empezaba a recordar detalles. -El arma. -Balbuceó su cerebro. Lentamente, sin ser consciente de su situación, recorrió la playa con la mirada, contó el número de coches y policías que a menos de diez metros le apuntaban a la cabeza. Aceptó su inferioridad en aquel escenario. Se rindió y lentamente levanto las manos en señal de sumisión. Intentó levantarse a pesar de las claras indicaciones de la policía apoyando una mano en la arena. A duras penas lo consiguió y su alargada, delgada y mortecina figura quedó en pie medio desnuda frente a los coches de la policía.
-¡Tiré el arma y vuelva a sentarse!
Le costaba entender las ordenes, pero se las podía imaginar, la luces y el alcohol aumentaban su dolor de cabeza y le impedían tomar decisiones con rapidez. Con temblores, bajó lentamente el brazo derecho para sacar el arma que tenía en la parte trasera del pantalón. La policía se puso tensa y él oyó como los oficiales amartillaban sus revólveres. Rápidamente, asustado subió la mano un instante y la volvió a bajar para tirar el arma a la arena, mientras el brazo izquierdo seguía en alto con la palma de la mano abierta. Con dos dedos sacó y enseñó la pistola a la policía. Su cabeza, torpe y embotada, emitía mil órdenes a la vez al resto de su cuerpo, mientras los oficiales no paraban de gritarle que la tirase. Un sargento apoyó la escopeta contra la puerta abierta del coche. -Calma- intentaba decirse a sí mismo -Calma. -Un leve gesto de su mano, mal interpretado por uno de los oficiales, bastó para que el sonido de un disparo se oyese en toda la playa.  Sintió una punzada en mitad del pecho y cómo se le llenaba de aire frío. Le faltaba el aire. Por la inercia del disparó, su cuerpo se balanceó y el brazo del arma se levantó apuntando a la policía. En menos de dos segundos todos los oficiales descargaron sus armas contra el joven que cayó bocarriba, mientras las olas del mar cubrían a rítmicos intervalos su cuerpo lleno de agujeros.
Así fue el final de Randy Lee en aquella noche de verano.

sábado, 28 de marzo de 2020

NÁUFRAGOS



POR AMOR AL ARTE
La historia de Náufragos
(así lo recuerdo yo)

Llevaba bastante tiempo queriendo escribir esto y ahora, en estos días en los que nos vemos obligados a permanecer en casa, entre apuntes de clase y la consecución de mi segunda novela, he podido encontrar el momento justo para hacerlo. Quiero hablar de una idea, del sueño que tuvo una vez una mujer - María Carmona - y por él luchó hasta verlo hecho realidad. Tuve la suerte y el gusto de poder colaborar durante algunos años en él y lo hicimos, tanto ella como yo como todo el mundo que pasó por sus citas, por amor al arte.

Náufragos era - y es - una plataforma cultural en la que, en cada reunión abierta al público, activistas de todas las artes podían participar dando una muestra de sus trabajos. Lo hacían de una manera altruista, por compartir, por darse publicidad, por aprender y adquirir tablas, ya que náufragos nunca fue concebido como una actividad mercantil para beneficio económico de su creadora, sino como un lugar donde la cultura, al alcance de todos, rebosase y donde cualquier persona pudieran beneficiarse de ella de forma activa o como mero espectador, pero siempre gratis.

Náufragos tuvo un accidentado y aislado estreno una tarde -en la que, tal vez por los nervios causados por la ilusión del primer día o la inexperiencia de un espectáculo como aquel, la hora de comienzo se postergó hasta casi la noche- en un pequeño restaurante de Mairena del Aljarafe llamado Cañas y Barro, allá por el verano de 2016. Pocas fotos y pocas anécdotas, salvo el citado retraso, quedan de aquella primera velada.

No sabría si llamarlo todavía primera temporada o subrayarlo como segunda, pero meses más tarde, ya en 2017, gracias a Alejandro Delgado, hostelero con talento y capacidad tanto para la poesía como para la pintura, y que por aquel entonces regentaba un bar llamado La Bañera situado en la calle Alcázares, Náufragos retomó en dicho local su actividad de manera continuada hasta el principio del siguiente verano. En aquella temporada la actividad era frenética, exigiendo la dedicación de gran cantidad de tiempo y esfuerzo, ya que, incansablemente, las citas se hacían semana tras semana en la tarde/noche de los jueves. Acudí a aquellas citas -como espectador- tantas veces como mi agenda laboral me lo permitió y tengo que admitir que fue mi época favorita de esta plataforma cultural. Allí, en una atmósfera canalla, donde tras el fino y apagado hilo de voz de la poetisa o el castigado tono del cantautor y su guitarra se mezclaba con el de los vasos de cristal que tintineando vacíos ya de cerveza y ensuciando el ambiente, escritores noveles, ilusionistas, monologuistas e incluso atrevidos espectadores del público con el micro abierto en la fase final del espectáculo, eran presentados por la directora de la plataforma acompañada por su amiga Inma a la vez que disfrutaban del espectáculo que habían creado. Náufragos tenía un público, a veces irrespetuoso con el artista, fruto del alcohol, pero siempre emocionado porque lo que se contaba allí, llegaba y se sentía tan adentro que más de una lagrima rodó y más de un desnudo esporádico a ritmo de flamenco se vio. Y es que náufragos no era solo algo que se quedase entre las grisáceas paredes y las cristaleras repletas de post it con las opiniones de los que visitaban la bañera. Náufragos llevaba su buen hacer y su altruismo más allá, con diferentes sorteos y colectas para recaudar fondos que posteriormente eran entregados a las diferentes asociaciones que su creadora hubiera decidido con antelación. Protectoras de animales y emergentes compañías de teatro se beneficiaron de la generosidad de náufragos y de sus artistas. Digo de sus artistas porque multitud de los que pasaron por sus tablas donaron ejemplares de sus libros o de sus maquetas musicales para que estas fueran subastadas o sorteadas en el último momento con un improvisado bingo fabricado con bolas de papel cuyos números escrito con tinta azul de bolígrafo se mezclaban en una bolsa de plástico de algún supermercado oportuno.

En septiembre de aquel mismo año, tras el cambio de gerencia en La Bañera -con la que tan buena sintonía se había logrado- la sede y el centro de reuniones de Náufragos volvió a cambiar, y no fue ese el único cambio. Para aquella nueva temporada, la plataforma decidió contar conmigo prescindiendo así de Inma. Tal vez fuesen mis estudios de producción de audiovisuales, o mi ilusión por participar en aquel proyecto que no dejaba de crecer lo que hizo que María me lo propusiera, en cualquier caso, no dudé en tomar el relevo. Ya a bordo de aquella balsa y junto a María, tuvimos una reunión con otro hostelero, dueño de un pub nocturno de calle Feria llamado Doctor Bar. Su nombre también era Alejandro y mostró una magnífica disposición por una mutua colaboración que ayudaba al mundo del arte. Junto a Alejandro y al Doctor Bar -y sus subvenciones económicas- el concepto Náufragos creció. Personalmente aporté experiencia a la hora de organizar los eventos -siempre bajo la supervisión final de su directora -, aporté mi corta agenda de amigos y conocidos artistas. Parte de mi labor consistió también en estandarizar todo, nos equipamos con pulseras y camisetas con el logotipo de plataforma para las presentaciones, compramos el material necesario para hacer los sorteos de una manera un poco más seria y rigurosa (Bingo, papeletas, bolsas en las que guardar los regalos). Comenzábamos y terminábamos las reuniones anunciándolo con canciones que sonaban por los altavoces del pub. Canciones que pretendíamos fuesen el himno de la plataforma. Canciones que con él tiempo debían hacer que tanto participantes como espectadores, al cabo del tiempo, las relacionasen con su –esperábamos satisfactorio –paso por Náufragos. Para comenzar las sesiones nos decantamos por La Balsa, del grupo argentino Los Gatos, para cerrarlas elegimos Los Restos Del Naufragio de Enrique Bunbury. Se decidió, previo al inicio de la temporada, con el fin de que aquel sueño ilusionante no se convirtiera en una asfixiante pesadilla, pasar de tener una convocatoria semanal a una mensual respetando igualmente la noche del jueves como día de reunión. También ampliamos la oferta de invitados en un intento de llegar a más público. Fueron invitados profesionales tanto del mundo de las artes marciales -que nos dieron charlas para evitar físicamente la violencia contra las mujeres-, como psicólogos que nos hablaron de diversos temas. Lamentablemente, la decoración rojiza, casi aterradora para nuestro público objetivo, de nuestra nueva sede y el público compuesto por los parroquianos del bar, no nos acompañó en aquella temporada que finalizó en la primavera del 2018.

Fueron muchos los locales que en aquella época mandaron correos a la cuenta de la plataforma ofreciéndonos acuerdos para realizar allí nuestra actividad el siguiente año. Todas fueron estudiadas y numerosas salas y cafeterías visitadas y estudiadas. No solo eran los empresarios los interesados en tener a Náufragos en sus locales, sino que poco antes del cierre de aquella temporada, habían aparecido otras plataformas imitadoras, por así llamarlas, de aquel proyecto que creó María hacía ya años. Plataformas que no solo se dedicaban a copiar un formato que resultaba exitoso y novedoso en la ciudad de Sevilla, sino que de alguna manera robaban a los artistas que estaban comprometidos con nuestra plataforma obligándonos a modificar nuestra agenda con pocos días, a veces incluso horas, de antelación.
Los tentáculos y contactos de la directora de la plataforma parecían no tener límites y una nueva y definitiva oferta llegó a su mesa. Esta vez se trataba de Casa Del Libro y el correo venía firmado virtualmente por el director - y amigo - de la tienda situada en la Avenida Diego Martínez Barrio, Daniel López. De esta manera y tras una sentida charla telefónica con Alejandro, en la que le expresamos todo nuestro agradecimiento por el trato recibido el año anterior y que él correspondió deseándonos toda la suerte del mundo, pusimos punto y final a la etapa con Doctor Bar y nos decantamos finalmente por Casa Del Libro, lugar donde a día de hoy náufragos sigue funcionando cada sábado.

Por fin, a pesar de perder la subvención económica que nos concedía Alejandro, náufragos había encontrado un lugar adecuado para el desarrollo de su actividad. Las instalaciones de Casa Del Libro – gradas y sillones para los asistentes, mesa de conferencia con micrófonos, un espacio lateral libre donde ubicar el equipo de sonido para las actuaciones musicales – Ofrecían todo tipo de comodidades tanto para el público como para los artistas. Gracias a la capacidad de difusión que Casa Del Libro tenía, el público creció tanto en número como en calidad. Se pasó de un público que venía avisado por el artista de turno -cuando lo hacía- o que simplemente se estaba tomando una cerveza en el bar en cuestión, a un público más adecuado que acudía alertado por el anuncio en las redes sociales o simplemente atraído por el espectáculo cuando iba en busca de algún libro.

La siguiente temporada, la del aun cercano 2019, mantuvo el buen ritmo de ese primer año de Náufragos en Casa Del Libro, pero debido una serie de desacuerdos con la dirección a la hora de realizar algunas de las gestiones propias de la actividad, decidí -dolorosamente- poner fin a mi colaboración con la plataforma, volviendo a ser un simple espectador desde la grada cuya participación se limitaba meramente a hacer alguna que otra pregunta al artista del momento.

Amigos, esta es la historia viva de un magnífico proyecto que, año tras año, sorteado dificultades, buscando la mejor manera de crecer, dando pasos no solo hacia adelante sino hacia atrás cuando ha habido que corregir cosas, sigue adelante potenciando el arte y la cultura. Por náufragos han pasado multitud de artistas: músicos, fotógrafos, ilustradores, magos, pintores, ilusionistas, cómicos, poetas, escritores, psicólogos, actores y un largo etcétera a los que nuevamente les doy las gracias en nombre de la plataforma. Algunos de ellos reconvertidos en buenos amigos que siguen mejorando cada día, cumpliendo sus metas, siendo felices y en definitiva haciendo feliz a la gente con su arte. Un proyecto que yo, ahora desde la lejanía tanto física como temporal, aplaudo y animo. Vamos a crear más náufragos, vamos a apoyar la vuelta -más aun si cabe -  de plataformas, de grupos con inquietudes artísticas y asociaciones como náufragos.

miércoles, 7 de febrero de 2018

EL CAFÉ DE LOS LUNES



El café de los lunes no es mi mejor relato. ¡Ni de lejos! La veo una historia sencilla, simple, incluso previsible, diría yo, pero con mensaje.

¿Por qué la escribí? Porque no comulgo con esas personas que te incitan continuamente a salir de lo que llaman “Zona de Confort”. Muchas veces, las personas que no dan ese pasito más allá para mejorar sus vidas es porque no pueden, porque hay algo que se lo impide o porque se sienten bien estando donde están.
La primera parte, el planteamiento de la historia, podemos decir que está inspirado en mi vida real. Durante mucho tiempo, desde el colegio hasta el primer trabajo, para mí era un suplicio la conversación de ¿Qué hiciste este fin de semana?


EL CAFÉ DE LOS LUNES
 



Otro lunes más en la oficina. Gonzalo, con cuarenta años, trabajaba pesarosamente en su ordenador. Sin dejar de mirar el reloj de la computadora, esperaba a que llegasen las 10:15,  hora del café del desayuno. Era una persona  algo tímida, aunque luchaba por integrarse en el grupo de compañeros que, tras convivir con él durante los últimos siete meses en la oficina, aún no tenían claro si era un tipo raro o molaba, si era normal o tenía problemas de adaptación. Era consciente de la percepción que sus compañeros tenían de él al haber oído casualmente las numerosas conversaciones en las que aparecía como tema principal y eso le entristecía y dificultaba su empeño por integrarse.
Cuando el reloj  marcó las 10:15, sonrió y se dirigió hasta el pasillo donde, junto a la máquina de café, los empleados charlaban animadamente formando un círculo. Tuvo que pedir permiso para romperlo y llegar a la máquina para servirse un café. Aprovechando su incursión, se quedó formando parte del grupo donde, como cada lunes, se daban las novedades sobre cómo habían pasado el fin de semana cada uno de los empleados.
El tema era algo que le incomodaba profundamente, ya que sus fines de semana eran socialmente aburridos y faltos de interés para sus compañeros, casi se avergonzaba de ellos.
A él le gustaba pasar las horas del fin de semana en la habitación que había transformado en un taller donde montaba gigantescas maquetas ferroviarias mientras escuchaba discos de Willie Nelson. La NBA era otra de sus grandes pasiones desde que a finales de 1988, la segunda emitiese los partidos de madrugada en un programa llamado “cerca de las estrellas”, cuando él era un quinceañero. Por supuesto, su equipo era Angeles Lakers, que fueron los ganadores del título aquel año. Así pasaba sus fines de semana, entre trenes y partidos de baloncesto televisados.
Gonzalo, con gran resignación al oír el tema, se unió a la reunión con una tímida sonrisa, mostrando su vaso de papel lleno de café descafeinado y leche desnatada.  Casi sintió, por su problema de adaptación, que debía pedir permiso para entrar en la charla aunque sus compañeros jamás le habían dejado fuera, ni hecho el vacío.

-Bueno Gonzalo y tú ¿Qué has hecho este fin de semana? -Le preguntó Martínez.
-¿Yo?... Eh… -Comenzó a responder dubitativo- Bueno, he terminado de hacer la estación de trenes de mi maqueta y… En fin, ya me falta poco para terminarla. -Contestó finalmente satisfecho de su maqueta.
-Ajá. ¿Otra maqueta? -Preguntó su compañero.
-Sí, bueno, no… Es… La misma de la otra vez, construyo un poco cada fin de semana.
-Y… ¿Qué más has hecho? -Quiso saber su interlocutor.
-Pues… Vi el DVD de la final de los Lakers contra los Pistons. -Respondió secamente.
-Ya. -Contestó Martínez poco sorprendido por la respuesta. -Gutiérrez ¿Qué has hecho tú?
-Pues llamé a una amiga con la que hacía tiempo que quería quedar, es la amiga de una amiga, más bien. -Comenzó a contar Martínez, que llevaba tiempo deseando que llegase su turno para contestar. -Es una mujer muy guapa y ¡Tiene unas tetas gigantes! Nos fuimos por ahí, cenamos, nos tomamos unas copas y terminamos en su casa. Estuvimos todo el fin de semana…
Gonzalo, triste, desconectó de la conversación. Cabizbajo, siguió aferrado a su café pensando en las actividades que hacía todo el mundo, menos él, durante el fin de semana. Aunque en su fuero interno pensaba que no necesitaba ninguna actividad extra. Era feliz con sus maquetas, sus partidos de la NBA y sus cedés de Willy Nelson.
Unas risotadas del grupo y la colleja de uno de sus compañeros lo devolvieron al planeta tierra. Una mano lo zarandeo por el cuello mientras, entre lágrimas por la risa, repetía la última frase de Martínez donde explicaba con detalladamente una de las posturas del acto sexual de su compañero. Gonzalo, con el cuello dolorido, rió sin ganas, solo por aparentar y luchar por su propia integración en el grupo.

Aquel viernes, a la salida del trabajo se pasó por la tienda de maquetas, ya debían tener el pack de árboles para su estación, una caja con veinte abetos Douglas a escala N. Pasó las mañanas y tardes del sábado y del domingo detrás de sus gafas con lupas, trabajando los árboles cuidadosamente con su pincel, dándole los colores exactos para conseguir el mismo realismo que con el resto de la maqueta mientras Willy Nelson cantaba las mismas canciones de siempre. Las noches del viernes, sábado y domingo, las pasó tumbado en el sofá, viendo antiguos partidos de los Lakers, cenando comida china en un envase de cartón, mientras lanzaba contra una pequeña canasta enganchada a la barra de la cortina una pelota de gomaespuma, preguntándose por la estúpida y constante necesidad que tenían las personas realizando actividades que le ocupaban todo el tiempo libre del fin de semana.
Llegó la hora del café del siguiente lunes y la tradicional reunión para ponerse al día sobre lo que cada uno  había hecho durante el fin de semana.

-…Fue estupendo, es un subidón de adrenalina cuando te disparan con los lásers e intentas correr y esconderte para que no te duelan los disparos, porque en el peto que te ponen llevas unas placas metálicas con unos  sensores que te aplican una pequeña descarga eléctrica cuando alguien te dispara con su pistola laser. -Estaba contando Guerrero cuando Gonzalo llegó.
-Sí, es cierto, yo jugué el mes pasado y pensaba ir esta semana también pero al final mi mujer se empeñó en ir a ver una maratón de películas de cine europeo en los multicines Kinepolis, un puto coñazo de cine experimental. -Apuntó Delgado.
-Gonzalo ¿Cómo has pasado el fin de semana? ¿Qué has hecho? -Preguntó Martínez, que parecía ser el moderador de estas charlas. Gonzalo tragó saliva, era otro lunes más en el que no tenía nada interesante que contar.
-Bueno yo… -Volvió a titubear. -Vi la final de los Lakers en el 82 contra los 76´ers y también… Terminé de pintar los abetos Douglas de la maqueta… La maqueta de trenes. -Dejó de hablar cuando los comentarios y risas de sus compañeros cesaron ante el aburrimiento de su fin de semana.
-¡Pues yo me follé a la hermana de la de la semana pasada! -Retomó el tema Guerrero ante las renovadas risas de sus compañeros. Gonzalo también volvió a sonreír aunque esta vez con menos ganas y menos tiempo, sintiéndose mal consigo mismo.

El viernes siguiente, en la tienda de maquetas, habían traído nuevos pack de maquetas llamados “Pasajeros de estación IV” y “Bancos y farolas Mod. 32-B” para la estación. Esa misma mañana, durante un descanso, aún en la oficina, encontró en internet una nueva web con acceso directo a la final del 72 contra los Knicks y, mientras navegaba por la red, una ventana emergente de publicidad anunció una promoción de comida china, refresco y postre con reparto a domicilio. ¡El fin de semana estaba hecho! El sábado volvió a ocultarse tras sus gafas para pintar con meticulosa precisión los pasajeros que esperarían en la  estación. Por la noche, al lanzar desganado la pelota de gomaespuma contra la canasta falló el tiro y su comida china venía sin el sobrecito de la salsa agridulce.

Lunes por la mañana, otra vez. A Gonzalo ya no le divertía tanto saber qué habían hecho sus compañeros durante el fin de semana pasado, se sentía aún más desplazado del grupo cuando sacaban el tema. En la ronda de preguntas, finalmente, le llegó su turno y sus compañeros dejaron de sonreír y de comentar esperando con aburrimiento a que Gonzalo explicara qué parte de la maqueta había hecho ese fin de semana y qué partido de los Lakers había visto.

-¿Y tú Gonzalo? ¿Qué has hecho este fin de semana? -Volvió a preguntar Martínez.
-Este fin de semana... Pues yo… Eh… Yo este fin de semana he… -Dudó al responder.  No quería volver a contar lo mismo de todos los lunes, quería integrarse en el grupo y ser divertido como el resto de sus compañeros, así que hizo lo único que podía hacer, ¡Mentir! -Fui a… ¡Esquiar! -Terminó la frase satisfecho con su mentira.
Un silencio se produjo en la reunión, la respuesta sorprendió a todos y Gonzalo levantó las cejas como señal de victoria mientras que recorría las caras de asombro de sus compañeros. Finalmente fue Martínez, siempre Martínez, quien rompió el silencio.
-¿Esquiar? ¿En junio?
-Sí, fui a… -Gonzalo tragó saliva ante la situación en la que se había metido con su mentira. Necesitaba una respuesta convincente y la necesitaba rápido. -A Xanadú, al centro comercial Xanadú.
-Sí, es cierto, han montado una pista de nieve artificial y está muy lograda. Mis hijos fueron con mi ex el fin de semana pasado y se divirtieron mucho.

Gonzalo suspiró aliviado, se sintió orgulloso de su mentira pero había estado muy cerca de ser descubierto. Martínez seguía mirándolo incrédulo.

De camino a la tienda de maquetas y de  la tienda de maquetas a casa, cargado con el pack “Personal de estación Nº 5”, pensó en lo bien que se sentía habiendo ido a esquiar el fin de semana anterior, aunque fuera una gran mentira. Era como ser aceptado en la manada del grupo de los lunes junto a la máquina de café. Lo único que le preocupaba de su mentira era la falta de consistencia de la misma, había estado muy cerca de ser descubierto. Si quería seguir mintiendo debía trazar un plan, una agenda de actividades falsas que supuestamente realizaría durante los fines de semana de los próximos tres meses.
Al llegar a casa, ilusionado por su plan, pulsó el botón de play y subió el volumen para oír a Willy Nelson. Lanzó al sofá su portafolios y se dirigió al escritorio, del que apartó todos los cuadernos y libros sobre maquetas y extendió una enorme cartulina sobre la que comenzó a dibujar un enorme calendario en el que solo aparecían los lunes de cada mes y las mentiras a contar. Cuando lo terminó aplaudió dando un salto, emulando el gesto de su jugador favorito de la NBA.

Lunes tras lunes, a la hora del café, las mentiras de Gonzalo, tan elaboradas y detalladas gracias a las horas que pasó en internet buscando información, cargadas de pequeños detalles y anécdotas que le daban realismo al relato, entretenían a sus compañeros. Aprendió a mentir con tal perfección que casi se creía sus propias historias. Poco a poco los lunes se sucedían haciendo que Martínez le preguntase a él primero, ya nadie quería oír otras historias, ni siquiera los ligues de Guerrero les entretenían tanto. Se había convertido en el centro de atención del café.

-… Pues he estado haciendo un curso de submarinismo en Conil. Es un espectáculo. Estar sumergido bajo el agua, sentir tu propia respiración, quedarte inmóvil hasta que los peces se acostumbren a tu presencia y que luego te dejen bucear con ellos. Es muy curioso, si los sigues te enseñan sitios entre las rocas a los que nunca irías por tu propia voluntad. Además, te pillas el AVE y desde la estación de Santa Justa coges un tren a Cádiz y llegas el mismo viernes… Equitación, conseguí unos paseos de hora y media en la escuela de equitación de Villanueva de la cañada ¡Madre mía, cómo se mueve un bicho de esos! Y, además, son enormes. Nunca había visto un caballo de cerca y tienen una cabeza tan grande como las tetas de la que se folló Guerrero la semana pasada. Total que ya me quedé en el pueblo paseando, os sorprendería la de ruinas y castillos antiguos que hay por los pueblos de España y que no visitamos… ¡Deportes extremos! El sábado hicimos  puenting  y el domingo paracaidismo. Eso sí que es una descarga de adrenalina y no lo de los lasers del mes pasado. Santo dios, un tío muy gallito que quiso saltar el primero, que incluso casi salió a hostias con otro con tal de saltar antes que nadie, bueno pues en mitad del salto, de la adrenalina y el subidón que te entra ¡Se cagó en los pantalones! ¡En serio! Y eran de color claro… Joder, nadie quiso saltar con el mismo arnés… Noche de miedo en Aranjuez, en serio, no pienso ir más. Al principio te lo venden como un espectáculo, una cena, las luces que parpadean, un par de tíos disfrazados en plan fantasmas, muy logrados, eso sí, pero lo quieras o no, sabes que son actores. La cosa es que tras la cena, cuando casi todos se fueron a sus habitaciones a dormir, vi al monitor hablando en petit comité con algunos de los del grupo y planearon una sesión de espiritismo, por supuesto que me apunté y vaya acojone…

Llegó el último fin de semana del mes de septiembre y Gonzalo se sentó frente a su enorme maqueta, se colocó sus gafas con lupas, eligió cuidadosamente un pincel tras examinarlos todos a través de las lentes de aumento y extendió la mano para coger algo con lo que trabajar… Soltó al maquinista y luego al revisor, y a la señora que empujaba el carro de su bebe. Los pasajeros y árboles, los trenes y bancos, las montañas y railes estaban terminados. Tras meses y meses de dedicación, por fin la maqueta de trenes estaba terminada. Soltó las gafas en un lado de la mesa de trabajo y, recostándose aburrido, sin nada que hacer, en el respaldo de su silla, contempló el calendario de actividades falsas. Ese lunes tendría que contar lo emocionante que fue montar en moto de agua en las playas de Denia y lo bien que comió en un restaurante que encontró en el paseo marítimo llamado “Estanyo”, y lo tranquilo y relajado que estuvo en el Spa del hotel.
Se quedó mirando fijamente aquella cartulina en la que, a rotulador azul, estaba reflejada la vida que realmente le hubiera gustado vivir, los momentos que jamás sucedieron. Se sintió vacío y triste. Alargó la mano, apagó el equipo de música con el mando a distancia y volvió a mirar la cartulina. Se frotó los ojos, miró los trazos rojos en forma de cruz que marcaban los fines de semana que había dejado pasar, consultó su reloj y, por última vez, miró la última fecha del calendario titulada: Playa Denia.

Quince horas más tarde, embutido en un traje corto de neopreno y riendo a carcajadas como un niño pequeño, le temblaba el cuerpo sintiendo, por primera vez en mucho tiempo, algo real: Los 250 caballos del motor de una moto de agua sobre las olas del mar. 


domingo, 3 de diciembre de 2017

TRES PLANTAS EN ASCENSOR

Ya tenía yo ganas de rendirle tributo a la persona que ha llenado de Rock y de Swing las noches de mis últimos domingos. Alguien que con su música y su arte convierte este mundo en un lugar un poquito mejor. Hacía tiempo que quería escribir una historia basada en alguna de sus canciones pero no terminaba de decirme, hasta que una tarde en el trabajo, en la que "no había que trabajar", me decidí por la historia que se narra en "La ragazza del elevatore" y en su segunda parte "Bajo el sol de medianoche" y allí mismo, en mi cuaderno, comencé a darle forma.

Este es mi regalo para Andrés Herrera "Pájaro" y para todo el que contribuyó a ese sonido platerésco, tan peculiar, que creó nuestro querido Silvio.

Agradecerle, también, la ilustración de la historia a María Carmona, que  le ha dedicado su tiempo para que todo fuese perfecto.


TRES PLANTAS EN ASCENSOR

Los zapatos nuevos me aprietan los pies, en la zapatería me resultaban más cómodos. Después de la noche de juerga han perdido su brillo. La mañana es fría, aún no ha salido el sol completamente. Siento cómo la última copa de ponche flota en mi cabeza y me hace perder el equilibrio hasta tropezar y apoyarme en la pared para no caer. Disimulando el traspié, aprovecho para detenerme en el camino de vuelta a casa y  descansar. Me enciendo un cigarrillo, es el último del paquete de ducados. Lo arrugo y lo hago una bola, busco una papelera para tirarlo pero, al no ver ninguna, disgustándome conmigo mismo, lo tiro bajo un coche. Al darle la primera calada a fondo, toso escandalosamente. Dejo que el aire limpio de la mañana purifique mis pulmones para volver a contaminarlos con otra calada del cigarrillo.
Fumando tranquilamente, apoyado contra la pared, empiezo a pensar que tengo una edad en la que trasnochar tanto no es buena idea. Mi cuerpo lo acusa, ya no tengo veinte años, tengo casi el triple, mi pelo se ha vuelto canoso y ya no aguanto el alcohol como antes. Las resacas me suelen durar ocho días en lugar de ocho horas. Realmente el alcohol nunca me sentó bien. Hago balance y, definitivamente, he cometido muchos errores en mi vida, he conseguido apartar de mi lado a todos los que alguna vez me quisieron, a la gente que le importaba, especialmente mujeres.
Dejo de pensar y me siento mejor. Recompongo mi aspecto, coloco el cuello de mi camisa. Los rayos del amanecer empiezan a asomar, saco mis gafas de sol del bolsillo de la chaqueta y continúo el camino de vuelta a casa.

Doblo la esquina y veo cómo se encienden las luces de mi portal. Miro el reloj de mi muñeca pero lleva parado desde las 04:15 de la madrugada. Sigo caminando, la puerta del edificio se abre y ella sale vistiendo el uniforme de su colegio: su falda de cuadros escoceses verdes y rojos, sus enormes y feos zapatones negros, los leotardos de color azul oscuro, el pico del chaleco dado de sí, premeditadamente, para mostrar el escote, una fina cadena de oro adorna su blanquecino cuello y cae entre sus pequeños y firmes pechos. Tiene una cara angelical, ligeramente cubierta por algo de maquillaje, pero tras esa máscara de inocencia se esconde lo que Nabokov llamaría una auténtica nínfula.
Me cruzo con ella, le dedico una sonrisa y trato de darle los buenos días pero gira la cabeza y no me presta atención. Me atraganto con el humo del cigarrillo, las cuerdas vocales se me hacen un nudo y solo soy capaz de gruñirle algo ininteligible. Maldigo mi estupidez. Apago el cigarrillo en el macetero de la entrada y la puerta se cierra estrepitosamente en mis narices a pesar de haber acelerado el paso para evitarlo. Rebusco las llaves en los bolsillos.

Entro en el portal, la luz se apaga justo cuando estoy subiendo las escaleras de la entrada, protesto por la oscuridad de forma que ni yo mismo me entiendo. Pulso el interruptor y la vuelvo a encender. Ahora me molesta tanta claridad a pesar de llevar puestas, todavía, las gafas de sol. Camino lentamente hacia el ascensor, mis zapatos resuenan contra el mármol del suelo. Pulso el botón de bajada y una lucecita de color naranja apagado ilumina el panel. Lo oigo bajar, con su sonido rítmico y acompasado Tucúm-tucúm, la maquinaria suena como un instrumento de percusión Tucúm-tucúm, marcando el compás Tucúm-tucúm. Es hipnotizador, pienso en escribir una canción con ese ritmo Tucúm-tucúm.
Oigo cómo se abre el portal, unos zapatos suben con urgencia las escaleras, los cristales de la entrada vibran con el portazo y por fin… ¡ella otra vez! Jadeando tras la carrera. Sigue ignorándome, esconde la cabeza en el interior de su mochila y busca algo que no encuentra. Deduzco que se le ha debido olvidar algún libro o cuaderno importante del colegio. El ascensor llega y, caballerosamente, le abro la puerta. Entra malhumorada, se apoya contra el cristal y, con la mirada perdida en el techo, cruza los brazos sosteniendo una carpeta. Entro detrás de ella, cierro la puerta, pulso el botón de mi planta y me vuelvo a maldecir por por vivir en el tercero y no en el ático para poder enterarme, al menos, de cuál es su planta.

El marcador sobre los botones indica que estamos en la primera planta. No sé ni su nombre, solo conozco a su madre porque siempre me mira mal en las reuniones de vecinos y aprieta su bolso contra el pecho cuando nos cruzamos en el portal.
Me fijo en su  carpeta, está forrada con fotos de un chico un par de años mayor que ella. Debe ser su novio. Me gustaría regalarle una foto mía sobre el escenario tocando la guitarra pero no estaría bien. Hago un esfuerzo profundo para oler su colonia, un perfume que sale de su cuello y se entremezcla con mi olor a ponche y ducados.
Cuando vamos a mitad de camino, las luces del panel forman un dos. Pienso en invitarla a desayunar, seguro que va a hacer novillos, no va a entrar a primera hora y sé que aún me queda un billete de veinte arrugado en algún lugar de la cartera. Sería un buen plan, aunque solo sea un café, lo que sea por pasar más tiempo con ella que el que transcurre en nuestros viajes en ascensor. ¡Cómo me gustaría besarla!
Al llegar a la tercera planta pienso -¿Qué estoy diciendo?- Soy mucho mayor que ella y su madre podría denunciarme a la policía, terminaríamos en los juzgados y saldría culpable. Vuelvo a sonreírle y ella vuelve a ignorarme, pero esta vez detecto un leve gesto en sus labios, un conato de sonrisa. Cierro la puerta del ascensor y oigo como este reanuda la marcha con su Tucúm -Tucúm y vuelvo a pensar en mi vecina -No me importaría ir a presidio por ese beso.