Inevitable narra un momento crucial en la historia americana
y mundial.
En este relato se cuenta el asesinato del presidente Kennedy narrado en primera persona por la bala que impactó contra su cabeza.
La historia se me ocurrió en el día de mi 32º cumpleaños, a
altas horas de la madrugada, con dos copitas de más mientras que me quedé absorto
contemplando una foto del coche presidencial.
INEVITABLE
INEVITABLE:
(Del lat. inevitabĭlis).
EVITAR:
(Del lat. evitāre).
1. tr. Apartar algún daño, peligro o molestia, impidiendo que suceda.
¿BUENO
O MALO?
Soy un proyectil 243W del calibre 6
milímetros. Dicen que puedo alcanzar una distancia de doscientos metros. Soy dorado, esbelto, alto para ser lo que soy.
La humanidad tiene el concepto de que soy
algo malo. No recapacita sobre que ni yo ni la persona que aprieta el gatillo
somos malos. Malo o bueno son conceptos relativos según los puntos de vista de
las personas. Sirvo como deporte olímpico, casi como un juego, pero también
sesgo las vidas de humanos y animales.
Un indio navajo consiguió un fusil de un
soldado americano muerto y con él le quitó la vida a un búfalo para que su
tribu pudiese comer. Soy algo bueno. Un señorito, dueño de una finca en la
España de la posguerra, mató un ciervo para probar puntería con su nueva
escopeta de doble cañón. Las armas las carga el diablo.
Si un ejército entra en tu país y yo te
ayudo a defenderlo, soy buena. Sin embargo, si por motivos económicos tu país
quiere invadir un país vecino y yo te ayudo, las personas de ese país dirán que
las armas, las balas y los que las disparan son malas.
Un ladrón entra en plena noche en tu
casa, apunta a tu esposa con un arma a la cabeza y aprieta el gatillo. Un
ladrón entra en tu casa, amenaza a tu esposa con un cuchillo, sacas un arma,
apuntas a su cabeza y aprietas el gatillo.
La cuestión no es si "bueno o malo",
la cuestión es que cuando yo salga del cañón de un arma de fuego, algo va a
suceder, no habrá marcha atrás en el último momento, nada impedirá que cumpla
la misión para la que me han construido y eso es inevitable.
Personalmente no estoy de acuerdo con arrebatar la vida a los seres vivientes, ya sean animales o humanos, pero sí entiendo que hay muertes que salvan vidas y que hay veces en las que, sacrificando a un peón, puedo evitar muchas más muertes, pero eso lo camuflan dándole el nombre de daño colateral.
Algo que me inquieta es saber: ¿cuándo,
dónde y cuál será mi utilidad final?, ¿seré algo bueno y que sirva de provecho,
o por el contrario crearé el caos, el desorden y la destrucción y seré la gota
que colme el vaso para comenzar algún conflicto de mayor envergadura?
HOY
ES EL DÍA
Estoy correctamente alineada con el resto
de mis compañeras en una caja de cartón. Estamos rígidas, frías, impasibles.
Casi tenemos formación militar dentro de esta caja. Todo es silencio. Tranquilidad
que contiene las preguntas sobre cuándo cumpliremos nuestra misión. Es un
momento en el que se podría decir que, si fuéramos guerreros samuráis, estaríamos
rezando y meditando silenciosamente antes de la batalla. No prestamos atención
a otra cosa que no sean los sonidos del exterior de esta caja que nos contiene.
Seguimos rezando en silencio, inmóviles, como una panda de enfermos mentales a
los que hubieran sedado y obligado a caminar lánguidos hacia el interior de una
sala vacía hasta completar su aforo.
Nuestro silencioso retiro se ve
interrumpido por una llamada de teléfono. La llamada es corta, dura apenas
quince segundos y el receptor de la llamada cuelga sin decir una sola palabra.
Rápidamente se dirige hacia el cajón en el que estamos guardadas. La caja se
abre por su parte superior y unas manos nos cambian de lugar a mí y a cuatro más
de nosotras. Pasamos de estar en la caja a estar en una bolsa de cuero. Aquí sólo
hay desorden y un fuerte olor a cuero y a algo metálico oxidado. La cremallera
se cierra y vuelve la oscuridad desalineada. Noto el movimiento de la mano que
nos lleva en la bolsa y que nos deja encima de una mesa. Oigo los diferentes
ruidos: los pasos del recorrido que hacen las pisadas por toda la casa en la
que nos encontramos, las luces que se encienden
y se apagan, la puerta del armario de la cocina, el vaso de cristal que choca con otros vasos antes de salir, la puerta del armario que se cierra, el agua corriendo por las tuberías hasta que por fin
sale del grifo, mas pasos hasta la mesa donde está la bolsa de cuero, la puerta
de la calle que se abre, la puerta de la calle que se cierra, el sonido del
aspersor que riega el césped, el maletero del coche que se cierra y el motor
del coche que arranca.
Durante unos veinte minutos traqueteo en
el coche hasta que éste se para definitivamente, no sé dónde. Me inquieta
pensar cuál es mi misión, pero respiro al saber que al menos ya sé el lugar y
el día: Dallas, Texas, 22 de noviembre de 1963.
La luz entra en la bolsa de cuero y la
mano me saca. Una sensación de mareo producida por el contraste de la oscuridad
de la bolsa y la luz del día y de los movimientos me sacude. Puedo ver que la
mañana está clara, estoy en una plaza o eso creo, hay una valla blanca, árboles,
algunos edificios y césped.
Me cargan en un fusil por una apertura
lateral y accionan un mecanismo que me coloca en la posición exacta para salir
despedida. Para bien o para mal, voy a tener la suerte de ser la primera de las
cinco balas en cumplir la misión. Veo la profundidad del túnel que forma el oscuro
cañón de la carabina. Aquí dentro hace frio. Hay un silencio extremo. Huele a
aceite y a muerte, una muerte que se aproxima. Puedo ver un punto blanco de luz
al final del túnel y cómo desaparecen, por la falta de luz, conforme se alejan
de la salida, las estrías del mismo que me harán salir girando sobre mi propio
eje. Algo se mueve y paso de estar en posición vertical a estar en horizontal,
lista para salir. La luz blanquecina de cielo pasa a ser asfalto gris y césped
verde, no puedo ver mi objetivo, mi campo de visión es circularmente reducido.
Me vuelven a dejar apoyada en el suelo sobre una manta.
Oigo como poco a poco, el lugar comienza
a llenarse de personas. Voces de niños y de adultos. Sin duda algo importante
va a suceder aquí, esta mañana. Puedo distinguir claramente cómo la persona que
me va a disparar enciende, uno tras otro, cigarros que fuma lentamente. La
cantidad de cigarrillos que fuma me indica que está nervioso, pero el hecho de
que intente calmarse con ese hábito y que poco a poco lo consiga, esa mezcla de
estados de ánimos me demuestra que no es la primera vez que hace esto. Los
minutos pasan lentamente. Yo sigo aquí: fría, neutra, indiferente, reflexionando
sobre la batalla, porque voy a matar y ni siquiera sé a quién. Los gritos son
cada vez más fuertes y noto como me vuelven a poner en posición horizontal. Paso
de estar en una posición medianamente elevada a estar casi a ras del suelo, por
lo que intuyo que el fusilero está tumbado en un montículo detrás de las vallas,
agazapado, esperando su oportunidad. La culata del fusil se acaba de apoyar entre
el hombro y la mejilla del tirador. Ahora puedo ver claramente el cruce de las
calles Houston y Elm. Hay árboles entre medio con grandes hojas verdes, sin duda
será un tiro difícil. La gente está cantando un himno patriótico que no logro
reconocer al tiempo que agitan pequeñas banderas nacionales y gritan otras
cosas al margen del himno. Puedo sentir claramente cómo amartillan el arma,
estoy a punto de salir.
Miro fijamente el agujero del final del
cañón. Sigo firme, mentalizada y concentrada en salir directamente al encuentro
de mi objetivo. Mi cuerpo está helado, brillante, cargado de muerte y
destrucción. La respiración del tirador se hace lenta, tanto que queda sostenida.
Empiezo a sentirme letal y a contraerme llena de furia.
Un disparo suena y la multitud empieza a
chillar. Todo es descontrol, incluso para mí, ya que aún no he salido del arma.
Esto no estaba previsto, hay otro tirador en alguna parte de esta plaza. Han
pasado tres segundos y medio y un nuevo disparo resuena fuerte. Asumo que no
soy la protagonista de esta fiesta, hay otras como yo. Lo que no sé es si todas
tenemos la misma misión o cada una iremos a un objetivo distinto. Oigo el click
del seguro del arma, ahora sí, ha llegado mi turno. Mi interior es un torbellino.
Cinco segundos más tarde noto el dolor punzante cuando, al apretar el gatillo,
el percutor se me clava profundamente, recto y sin vacilar en la parte
posterior. Un sin fin de gases, de fuego y de procesos químicos hacen que me
dirija recta, caliente y segura por el largo y oscuro cañón, dejando atrás la
vaina que me contenía. Poco a poco, veo
más cerca la luz blanca de la salida del fusil. Las estrías del cañón hacen que
empiece a girar sobre mi misma en el sentido contrario de las agujas del reloj.
Finalmente salgo del fusil con un sonoro y seco silbido, dejando tras de mi
unos milimétricos surcos de fuego imperceptibles para el ojo humano a simple
vista, una fina columna de humo y un casquillo que vuela cuando sale por el
lateral del fusil.
Avanzo veloz, cortando el viento por
encima de la valla blanca. A través de la plaza triangular puedo ver la cara de
pánico y terror de la gente, las motocicletas de la policía de un lado a otro y
el desconcierto que reina en ese lugar en ese momento. En uno de mis giros
puedo ver cómo un fusil que había recostado sobre una ventana del edificio que
sirve como almacén de libros para la escuela de Texas, situado en el lateral
del coche, se esconde sin que nadie haya podido verlo. Ahora sé claramente cuál
es mi dirección: el automóvil presidencial, el coche oficial del presidente de
los Estados Unidos. La cabeza del presidente John Fitzgerald Kennedy será, inevitablemente, mi destino final.
La mujer del presidente mira
incrédula a su marido que se lleva las manos a la altura de la corbata y cuya cara refleja que aún no es
consciente de que tiene una herida de bala con agujero de salida en el cuello. Conforme
avanzo, puedo ver como el gobernador Conally, sentado de copiloto en el coche,
aun teniendo una herida de bala en la parte derecha de su pecho, otra en la
mano derecha y una tercera cerca de la rodilla izquierda, se vuelve para mirar
al presidente. El vestido rosa de Jackie ha sido salpicado por diminutas gotas
de sangre que salen de la herida del presidente. Debido al primer impacto, la
cabeza del presidente está más baja, lo cual favorece el éxito en mi trayecto.
En esos momento sólo deseo abrir esa cabeza en cuantos más pedazos mejor y
cumplir con mi deber. Siento que gano velocidad y que mi punta va perdiendo
durante el trayecto todas las moléculas de polvo, aceite y otras sustancias que
no necesita para hacer blanco. La señora Kennedy aprieta el cuerpo de su marido
contra el suyo en un intento de sanarle las heridas. El coche presidencial
camina a algo menos de veinte kilómetros por hora por lo que no me resulta nada
fácil entender que cumpliré mi mandato con éxito. Sigo caliente tras haber
salido del rifle y recorrido casi entera la plaza Dealy.
Esta es mi gran actuación, el acto
final, el último y clave momento en el que una bala llega a su destino.
Súbitamente impacto contra la parte occipital derecha de la cabeza de John. Perforo
esa parte del cráneo con un limpio y redondo agujerito que deja marcada mi minúscula
forma en el hueso. A medida que avanzo
por la prodigiosa y presidencial cabeza, voy desgarrando todo tipo de fibras y
tejidos, atravieso un mundo rojizo y viscoso lleno de informaciones contradictorias
e impulsos eléctricos que, debido al impacto, no consiguen conectar entre ellos.
Cuanto más diminutos rebotes y roces sufro ahí dentro, mayor es el daño que voy
provocando a mi paso. Me siento ganadora, una heroína por estar haciendo bien
mi trabajo. Noto como si empezase a crecer físicamente dentro de esta cabeza.
Un sentimiento equivalente a la adrenalina humana me va consumiendo. Un afán
por destruirlo todo me invade. Lamento ahora no ser de un calibre mayor para reventar
y crear más destrozo a mi alrededor. Lamento profundamente no ser una bomba de
hidrógeno para poder fundirlo todo hasta dejar irreconocible al mundo.
Finalmente salgo por la parte trasera de la cabeza, produciendo un agujero de
salida bastante irregular y mucho más grande que el que provoqué a mi entrada y
del que salen todo tipo de fluidos, trozos de cráneo y una fina nube de sangre.
Vuelvo a estar libre, suspendida en el aire, pero deformada. Ya no conservo mi
estructura lineal y aerodinámica, ni mi vuelo recto y preciso. Me pierdo tanto
físicamente como en mis pensamientos, no sé dónde he llegado a caer cuando mi
velocidad de avance ha llegado a cero.
Desde mi posición puedo ver como Jackie,
asustada y fuera de sí, solo sabe inclinarse sobre el cuerpo de su marido e
intentar recoger infructuosamente los pedazos de cráneo, cerebro y todo lo que
ha salido de la malograda cabeza del presidente y que ahora se ha depositado en
la cubierta del maletero. Oigo el acelerón del Lincoln que transporta el cuerpo
herido, las carreras del equipo de seguridad y a alguien que grita algo sobre
un humo detrás de un vallado blanco.
Estoy en el suelo, deformada, tibia,
sin fuerzas, tremendamente relajada tras la destrucción y el cambio que acabo
de provocar en la historia del mundo, contenta
por haber cumplido mi misión. Alguien me recoge, me mete en una pequeña bolsa
de plástico transparente y me guarda en su bolsillo. Ni yo ni nadie sabemos
quién es ese hombre que me ha recogido, ni mucho menos a dónde me lleva, pero
eso a mí ya no me importa. Me importa más la guerra interna que tengo
sobre si ese hombre merecía o no morir,
si su muerte ha sido provechosa para unos o para otros, o si con ella he
evitado que más personas corrieran su misma suerte.
¿Hubiera preferido otro objetivo?, ¿hubiera
preferido quedarme en aquella caja de cartón junto al resto de proyectiles? Sea
cual sea mi respuesta, ya no importa, lo que importa es que alguien, por algún
motivo, quería matar al presidente y, desde que apretó el gatillo parar llevar
a cabo aquella idea, ya era algo inevitable.