Esta historia la escribí hace unos cinco años. ¿No os sucede que a veces seguís teniendo un sentimiento de culpabilidad aunque os hayan perdonado? Es más, a veces sucede que se tiene ese sentimiento sin saber por qué, sin haber hecho nada malo que le haya podido molestar a otra persona. Afortunadamente, y con el paso del tiempo se aprende a dominar ese sentimiento. En su día me sentí culpable de “no sé qué” y me sentí así muchísimas veces. Afortunadamente ya solo queda el recuerdo y esta historia.
CARRETERA
INTERESTATAL
36
El paisaje era hermoso. Montañas marrones con algún
que otro matorral verde. Un cielo azul salpicado de algunas nubes blancas con
formas suaves y variadas. La
destartalada, granate y polvorienta camioneta avanzaba solitaria traqueteando por
la recta carretera a una velocidad constante. La brisa era agradable, el sol
atravesaba el cristal chocando en la cara de Will y Karen. Música country
sonaba cuando las montañas permitían que las ondas llegasen a la antena del
automóvil.
- ¡Ya verás qué fiesta te han preparado!- Continuó Karen, que no había dejado de hablar en todo el viaje- Pero claro está que debes fingir sorpresa, se supone que es una fiesta sorpresa, ¿Sabes? Papá ha matado un cerdo para hacer una barbacoa y la abuela ha hecho el pastel de manzana que te hacía de pequeño. Probablemente mamá diga que estas delgadísimo, que en ese sitio no te han dado bien de comer y querrá que acabes tu solo con toda la bandeja de pastel de carne. Bueno a decir verdad sí que estas muy delgado. Supongo que… La cárcel no es el mejor sitio para comer bien. Tu habitación… se la quedaron el primo John y su mujer pero… Papá lo arregló todo para que te pudieras quedar totalmente gratis en una habitación del motel de la carretera a la entrada del pueblo.
- ¡Ya verás qué fiesta te han preparado!- Continuó Karen, que no había dejado de hablar en todo el viaje- Pero claro está que debes fingir sorpresa, se supone que es una fiesta sorpresa, ¿Sabes? Papá ha matado un cerdo para hacer una barbacoa y la abuela ha hecho el pastel de manzana que te hacía de pequeño. Probablemente mamá diga que estas delgadísimo, que en ese sitio no te han dado bien de comer y querrá que acabes tu solo con toda la bandeja de pastel de carne. Bueno a decir verdad sí que estas muy delgado. Supongo que… La cárcel no es el mejor sitio para comer bien. Tu habitación… se la quedaron el primo John y su mujer pero… Papá lo arregló todo para que te pudieras quedar totalmente gratis en una habitación del motel de la carretera a la entrada del pueblo.
El cuenta kilómetros no dejaba de hacer su trabajo,
girando y girando, marcando la distancia que llevábamos recorrida entre mi vida
anterior y la nueva. El sol se movía lentamente hacia la derecha de la
camioneta y Karen apenas tenía que mover el volante para conducir por aquella
carretera que conectaba la penitenciaría Huntesville con la granja de la
familia cerca de Treasure Hills. El silencio la hacía sentirse incomoda y la
pagaba cambiando el dial de la radio, tratando de sintonizar alguna emisora que
se oyera correctamente.
- Oye, nadie te va a juzgar por nada. Estabas enfermo. Las drogas te hacían mal, te hacían actuar de esa forma y ahí dentro te has curado. Estas limpio. Has pagado tu deuda con el estado, ya no tomas drogas, no fumas y casi has dejado de beber, eres libre- Prosiguió la hermana mayor de Will mientras le miraba los dedos amarillentos por la nicotina que había ido dejando su huella a lo largo de los años.- No me atrevo a imaginar lo que has tenido que sufrir, ni lo que has pasado allí dentro pero… Todo eso se acabó, ahora puedes continuar con tu vida… Bueno, con una vida mejor que la que llevabas antes… Más… Mierda, Will, me estoy liando y no sé cómo llevar todo esto, lo que trato de decirte es que Ross Acord, el amigo de papá, va a ofrecerte un trabajo en su taller, siempre se te dio bien arreglar motores. A menudo recuerda cuando eras pequeño e ibas a su taller y…-se detuvo a pensar un momento- Joder acabo de destrozar la sorpresa, mierda, debería callarme un rato… ¿Te importa si…me enciendo un cigarrillo? ¿Puedo fumar?
Aquel coche ya apestaba demasiado a tabaco como para que yo no hubiese deseado encender un cigarrillo nada más subir en él. Me aparté el pelo de la frente y lo pasé por detrás de la oreja, me aflojé el nudo de la coleta, dejé la vista perdida en la suciedad de mis botas apoyadas en el salpicadero, los cordones roídos, las manchas de aceite de los coches de policía que había arreglado en la penitenciaria. Me rasqué la barbilla contra la rodilla que me asomaba por el roto del pantalón vaquero y apoyé la cabeza en la mano cuyo codo reposaba en mi rodilla desnuda. Mi hermana llevaba casi cincuenta minutos hablando de lo cojonuda que iba a ser ahora la vida y yo solo pensaba que echaba de menos algo, y no llegaba a discernir qué. No eran las drogas, ni las mujeres, tampoco el alcohol que destilábamos secretamente en la prisión, pero algo me hacía estar vacío. Comencé a juguetear lenta y pausadamente con los pelos de mi barba de chivo y mi bigote. A veces me pasaba la lengua por los labios resecos y agrietados y en el espejo retrovisor pude ver mis ojeras y mis ojos hundidos en la cara, mis huesudos, aunque bronceados, pómulos.
Dejé que una avispa me picase en la rodilla, sentí dolor, claro, pero no me moví, no hubo ningún acto reflejo, ningún ademán de querer aplastar al insecto de un manotazo. Lo tomé como parte de mi condena. Sentí que pasarían los años pero que la vida no dejaría de cobrarme la factura por todo el mal que había hecho aquellos años antes de la cárcel, antes del programa de rehabilitación, antes de estar reinsertado en la sociedad. La sociedad. Ahora tendría que volver a tratar con la gente del pueblo, con los vecinos, mis familiares, los amigos de antes de empezar a juntarme con las malas compañías. Todos mirándome como si estuviera en la cuerda floja, todos con miedo de que vuelva a caer a la red y yo siento que nunca me he levantado desde aquellos años. Ahora tengo que hacer el papel de persona feliz, tengo que acudir a fiestas, a partidos de baseball con mis primos y con unos sobrinos pequeños a los que apenas conozco. Todos preparándome mil y un planes, actividades y distracciones con tal de no dejarme ni un minuto solo para que no pueda pensar, para tener siempre la mente ocupada en cualquier cosa que no sea nada malo.
He tomado tantas drogas y tan variadas que no puedo recordar con claridad a quién o qué he atracado o a quién he dejado en paz. No recuerdo cuántas veces me he peleado en un bar o en los billares. Lo que sí recuerdo es la cara de la gente que he visto desfilar por el largo pasillo de Huntsville camino de la silla eléctrica. Andando como la ropa limpia de las perchas que se cuelga en los raíles suspendidos del techo de una lavandería, balanceándose en cada curva. Siempre con un reverendo leyendo unas oraciones y perdonando los pecados. Solo los pecados. ¿Si aquel reverendo hubiera tenido un poder real en la tierra, en la prisión, también le hubiera perdonado la condena y la pena de muerte? Supongo que no. La primera vez que vi a un hombre morir en la silla eléctrica soñé que yo mismo bajaba la palanca que acciona la silla y freía al reverendo. Es un milagro que yo nunca haya matado a nadie aunque tampoco estoy muy seguro de no haberlo hecho. Una vez apuñalé a un tipo en una pelea en la parte trasera de una gasolinera. Le clavé una navaja en un costado y salí corriendo. Nunca oí nada al respecto en las noticias.
Tengo una familia, un trabajo nuevo y una habitación en algún sitio de la ciudad. Hoy hace un buen día y reconozco la vieja canción de Leonard Cohen que suena en la radio, y que tanto me gustaba, pero aun así no soy feliz. La avispa sale del coche volando, vuelvo a mirarme al espejo, me aclaro la voz sorbiendo los mocos que tengo en la nariz, me los trago, carraspeo y con un golpe de tos le digo a Karen – Claro, que puedes fumar, no me importa.
- Oye, nadie te va a juzgar por nada. Estabas enfermo. Las drogas te hacían mal, te hacían actuar de esa forma y ahí dentro te has curado. Estas limpio. Has pagado tu deuda con el estado, ya no tomas drogas, no fumas y casi has dejado de beber, eres libre- Prosiguió la hermana mayor de Will mientras le miraba los dedos amarillentos por la nicotina que había ido dejando su huella a lo largo de los años.- No me atrevo a imaginar lo que has tenido que sufrir, ni lo que has pasado allí dentro pero… Todo eso se acabó, ahora puedes continuar con tu vida… Bueno, con una vida mejor que la que llevabas antes… Más… Mierda, Will, me estoy liando y no sé cómo llevar todo esto, lo que trato de decirte es que Ross Acord, el amigo de papá, va a ofrecerte un trabajo en su taller, siempre se te dio bien arreglar motores. A menudo recuerda cuando eras pequeño e ibas a su taller y…-se detuvo a pensar un momento- Joder acabo de destrozar la sorpresa, mierda, debería callarme un rato… ¿Te importa si…me enciendo un cigarrillo? ¿Puedo fumar?
Aquel coche ya apestaba demasiado a tabaco como para que yo no hubiese deseado encender un cigarrillo nada más subir en él. Me aparté el pelo de la frente y lo pasé por detrás de la oreja, me aflojé el nudo de la coleta, dejé la vista perdida en la suciedad de mis botas apoyadas en el salpicadero, los cordones roídos, las manchas de aceite de los coches de policía que había arreglado en la penitenciaria. Me rasqué la barbilla contra la rodilla que me asomaba por el roto del pantalón vaquero y apoyé la cabeza en la mano cuyo codo reposaba en mi rodilla desnuda. Mi hermana llevaba casi cincuenta minutos hablando de lo cojonuda que iba a ser ahora la vida y yo solo pensaba que echaba de menos algo, y no llegaba a discernir qué. No eran las drogas, ni las mujeres, tampoco el alcohol que destilábamos secretamente en la prisión, pero algo me hacía estar vacío. Comencé a juguetear lenta y pausadamente con los pelos de mi barba de chivo y mi bigote. A veces me pasaba la lengua por los labios resecos y agrietados y en el espejo retrovisor pude ver mis ojeras y mis ojos hundidos en la cara, mis huesudos, aunque bronceados, pómulos.
Dejé que una avispa me picase en la rodilla, sentí dolor, claro, pero no me moví, no hubo ningún acto reflejo, ningún ademán de querer aplastar al insecto de un manotazo. Lo tomé como parte de mi condena. Sentí que pasarían los años pero que la vida no dejaría de cobrarme la factura por todo el mal que había hecho aquellos años antes de la cárcel, antes del programa de rehabilitación, antes de estar reinsertado en la sociedad. La sociedad. Ahora tendría que volver a tratar con la gente del pueblo, con los vecinos, mis familiares, los amigos de antes de empezar a juntarme con las malas compañías. Todos mirándome como si estuviera en la cuerda floja, todos con miedo de que vuelva a caer a la red y yo siento que nunca me he levantado desde aquellos años. Ahora tengo que hacer el papel de persona feliz, tengo que acudir a fiestas, a partidos de baseball con mis primos y con unos sobrinos pequeños a los que apenas conozco. Todos preparándome mil y un planes, actividades y distracciones con tal de no dejarme ni un minuto solo para que no pueda pensar, para tener siempre la mente ocupada en cualquier cosa que no sea nada malo.
He tomado tantas drogas y tan variadas que no puedo recordar con claridad a quién o qué he atracado o a quién he dejado en paz. No recuerdo cuántas veces me he peleado en un bar o en los billares. Lo que sí recuerdo es la cara de la gente que he visto desfilar por el largo pasillo de Huntsville camino de la silla eléctrica. Andando como la ropa limpia de las perchas que se cuelga en los raíles suspendidos del techo de una lavandería, balanceándose en cada curva. Siempre con un reverendo leyendo unas oraciones y perdonando los pecados. Solo los pecados. ¿Si aquel reverendo hubiera tenido un poder real en la tierra, en la prisión, también le hubiera perdonado la condena y la pena de muerte? Supongo que no. La primera vez que vi a un hombre morir en la silla eléctrica soñé que yo mismo bajaba la palanca que acciona la silla y freía al reverendo. Es un milagro que yo nunca haya matado a nadie aunque tampoco estoy muy seguro de no haberlo hecho. Una vez apuñalé a un tipo en una pelea en la parte trasera de una gasolinera. Le clavé una navaja en un costado y salí corriendo. Nunca oí nada al respecto en las noticias.
Tengo una familia, un trabajo nuevo y una habitación en algún sitio de la ciudad. Hoy hace un buen día y reconozco la vieja canción de Leonard Cohen que suena en la radio, y que tanto me gustaba, pero aun así no soy feliz. La avispa sale del coche volando, vuelvo a mirarme al espejo, me aclaro la voz sorbiendo los mocos que tengo en la nariz, me los trago, carraspeo y con un golpe de tos le digo a Karen – Claro, que puedes fumar, no me importa.