Aquí estoy otra vez, dándome el gusto de escribir y por el
carril de la adaptación de una canción. Se trata de una de las canciones más
hermosas de Joaquín Sabina, al que ya tenía yo ganas de rendirle tributo a mi
estilo, en mi campo.
Se trata de la historia que nos cuenta la canción “Y nos
dieron las diez” del disco “Física y Química”.
¿Por qué esta canción? Porque lo pedía a gritos. Porque es
una canción donde se cuenta una historia tangible, con un principio y un final
y en su argumento tiene de todo, camareras, policías, granujas, cantantes… Era
carne de experimentación y transformación.
Quiero darle las gracias, y desearle una pronta recuperación, a mi amigo Jesús Dominguez "El Perry" por echarme una mano con la portada, dandole el toque exacto que a mi me faltaba.
Y
NOS DIERON LAS DIEZ
Me di la vuelta y comencé a caminar hacia la
oscuridad mientras el público seguía aplaudiendo a mis espaladas. Unas pequeñas
luces anaranjadas adosadas a la parte más alta del pasillo me guiaban hasta la
bajada por la parte trasera del escenario. Gente a la que no acertaba a
reconocer me felicitaba dándome palmadas en el hombro, incluso hubo alguien que
me colocó una toalla sobre los hombros. Una pequeña botella de agua llegó hasta
mis manos justo antes de llegar a la luz.
Ya en mi camerino, les di un abrazo a todos los
miembros de mi banda y los felicité por el gran concierto que habían dado.
-¿Se apunta alguien a un cubata en el pueblo?-
Pregunté gritando con una sonrisa, pero nadie quiso seguirme. -¡Vamos, carajo!
Aún no tenemos cincuenta años, aunque los aparentemos.- Proseguí, pero el
resultado fue exactamente el mismo. Los autógrafos y fotos con algunos fans
privilegiados y las bromas y abrazos con los amigos siguieron, aunque los
insulté entre risas por no acompañarme a tomar algo después del concierto. Coloqué
la chaqueta roja sobre el respaldo de la silla y eché la camiseta blanca que
llevaba puesta donde siempre, en una bolsa de plástico que colgaba del pomo de
la puerta del aseo. Me miré al espejo y me noté más flaco. Me lavé la cara, el
cuello, las axilas y el pecho en el lavabo mientras reía con las vivencias del
concierto de esa noche que cada músico contaba. Busqué una toalla limpia pero
al no encontrarla usé la misma que me habían puesto sobre los hombros al bajar
del escenario. Rebusqué entre mi ropa y encontré una camiseta negra. Abrí la
pequeña nevera y no tardé en encontrar una botellita de agua que mezclé en un
vaso de plástico con whiskey. Me senté en el sillón y descansé estirando las
piernas, mientras me terminaba la copa fumando un cigarrillo. Poco a poco, el
camerino se fue despejando hasta que me quedé solo, terminando mi tercera copa.
Salí del recinto despidiéndome de todas las personas
que encontraba a mi paso. El camino hacia la calle se hizo largo entre las
fotos y los autógrafos del resto de fans que allí me esperaba. Rechacé el taxi
que uno de los organizadores me quiso pedir, alegando que quería caminar por el
paseo marítimo de aquel hermoso pueblo. A cambio, le pedí que me diera un nuevo
cigarrillo y fuego.
La noche estaba fresca e invitaba a pasear junto al
mar. Sin duda, no me había equivocado rechazando el taxi. Me crucé con algunas
personas que se daban codazos sorprendidos al reconocerme. Cuando pasaban por
mi lado los podía oír preguntándose entre susurros “¿Es él?” Pasados unos veinte minutos de caminata, me di cuenta de
que todos los bares del pueblo estaban cerrados -¡Qué carajo pasará en este
pueblo! Aquí no hay un sitio donde tomarse un whiskey.- Pensé justo antes de
encontrar “El Amanecer”, el único bar abierto.
El local estaba casi vacío. Era un sitio con paredes
de ladrillo visto a media altura y pintado de blanco hasta el techo desde donde
terminaba el ladrillo. Por unos grandes ventanales abiertos entraba la brisa
marina, limpia y fresca. Estaba dividido en dos salas. Una, la más grande, estaba
completamente apagada, llena de mesas recogidas, vestidas con gruesos manteles
blancos, con los vasos y platos bocabajo, listas para el servicio del día siguiente.
Al final de la sala, sobre un pequeño escenario y entre sombras, se adivinaba
la figura de un piano, algunas torres de iluminación y amplificadores. La otra
sala era mucho más pequeña. Un mostrador metálico, una puerta que daba a un
jardín, unos cuantos clientes que, de pié y con el codo apoyado en la barra,
terminaban sus copas.
-¡Voy a cerrar! Lo siento pero no puedo servirle.-
Me anunció la camarera desde detrás de la barra. Ella quería cerrar y yo quería
una última copa antes de irme al hostal, así que me acerqué a la barra dándole las buenas noches para saludar. Era guapa,
pelo negro, largo y rizado. Abundante pecho sobresaliendo por encima de los
botones abiertos de su camisa blanca. Noté cómo le cambió el gesto y el talante
al reconocerme. Me sonrió y le devolví el saludo con una sonrisa picarona. Me
incliné sobre la barra para rogarle un último whiskey pero fue ella la que se
adelantó.
-Cántame una canción al oído, y te pongo un cubata…
-Me susurró. Pude sentir su respiración cálida cerca de mi cuello. Un deseo
lujurioso me envolvió al notar sus labios cerca de mi oreja. ¡Santo Dios! Me
muero por dormir con ella. ¿Cómo será su dormitorio? ¿Qué secretos e historias
guardará su colchón? Miles de sensaciones
y preguntas se apoderaron de mí y yo estaba loco por resolverlas.
-Con una condición.- Le respondí.
-¿Cuál?- Contestó entrando en mi juego.
-Que me dejes abierto el balcón de tus ojos de gata.- Le propuse sacando mi artillería poética pesada.
-¿Cuál?- Contestó entrando en mi juego.
-Que me dejes abierto el balcón de tus ojos de gata.- Le propuse sacando mi artillería poética pesada.
Ella sonrió e instó a los últimos clientes a que se
terminasen sus copas y salieran. Así lo hicieron, de uno en uno, mientras ella,
taimadamente me servía mi whiskey sólo con dos cubitos de hielo en vaso de
tubo. Cuando el último de los clientes se fue, la camarera salió de la barra
para bajar el cierre de la puerta. Por primera vez, y por el rabillo del ojo,
pude verla de cintura para abajo. Usaba zapatos con tacón bajo aunque
elegantes. Vestía falda oscura ajustada que marcaba todas sus curvas, pero el
precio que tenía que pagar por llevar aquella falda era caminar con pasos
cortos como una japonesa.
No quise parecer ansioso ni llevar las cosas a un nivel emocional profundo, tal y como sentía que estaba haciendo, así que, para distraerme, y aconsejándome a mí mismo “¡Cuidado chaval, te estás enamorando!”, me quedé sentado en mi taburete, haciendo inventario mental de las botellas que poblaban las baldas de la barra. De repente, a medio recuento de botellas de ron y vodka, sentí su dedo índice recorriendo a paso lento mi espalda. Su uña se clavaba en mi piel, a través de la camiseta, dibujando un gigantesco corazón. Súbitamente me volví, le coloqué una mano detrás de la nuca y la acerqué hacía mi para besarla mientras mi otra mano, lentamente, fue subiendo desde sus rodillas hacia el interior de sus muslos, por debajo de la falda. Un minuto y medio más tarde, en el que nuestros cuerpos no habían cambiado de postura, se escapó de mis besos sonriendo, se giró para coger mí vaso y la botella de whiskey que nos acompañaban y se dirigió hacia la sala oscura de las mesas. Miró hacia atrás lascivamente por encima de su hombro y me invitó a seguirla hasta el piano. Se sentó sobre el teclado haciendo sonar un par de notas discordantes que rompieron el silencio del bar y abrió sus piernas, apoyándolas contra el asiento que cada noche ocupaba el pianista de la banda residente. Me senté teniendo como público de primera fila sus piernas desnudas y bien torneadas y allí, entre besos y sonrisas, pagué con canciones cada una de mis copas hasta que terminamos su botella de whiskey y mi repertorio.
No quise parecer ansioso ni llevar las cosas a un nivel emocional profundo, tal y como sentía que estaba haciendo, así que, para distraerme, y aconsejándome a mí mismo “¡Cuidado chaval, te estás enamorando!”, me quedé sentado en mi taburete, haciendo inventario mental de las botellas que poblaban las baldas de la barra. De repente, a medio recuento de botellas de ron y vodka, sentí su dedo índice recorriendo a paso lento mi espalda. Su uña se clavaba en mi piel, a través de la camiseta, dibujando un gigantesco corazón. Súbitamente me volví, le coloqué una mano detrás de la nuca y la acerqué hacía mi para besarla mientras mi otra mano, lentamente, fue subiendo desde sus rodillas hacia el interior de sus muslos, por debajo de la falda. Un minuto y medio más tarde, en el que nuestros cuerpos no habían cambiado de postura, se escapó de mis besos sonriendo, se giró para coger mí vaso y la botella de whiskey que nos acompañaban y se dirigió hacia la sala oscura de las mesas. Miró hacia atrás lascivamente por encima de su hombro y me invitó a seguirla hasta el piano. Se sentó sobre el teclado haciendo sonar un par de notas discordantes que rompieron el silencio del bar y abrió sus piernas, apoyándolas contra el asiento que cada noche ocupaba el pianista de la banda residente. Me senté teniendo como público de primera fila sus piernas desnudas y bien torneadas y allí, entre besos y sonrisas, pagué con canciones cada una de mis copas hasta que terminamos su botella de whiskey y mi repertorio.
-Quiero dormir contigo.- Le dije.
-No quiero dormir sola.- Respondió.
-No quiero dormir sola.- Respondió.
Salimos a la calle, donde las campanadas de la torre
de la iglesia marcaban la hora. Caminamos abrazados hasta el hostal donde me
hospedaba, besándonos bajo cada farola.
Al llegar, el somnoliento recepcionista la hizo mostrar
su DNI y firmar un documento como huésped en mi misma habitación. Ella tardó una
eternidad en encontrar la identificación entre las mil cosas que llevaba en su
bolso. Mientras, desde atrás, la sujetaba por la cadera susurrándole al oído. Cuando
terminó de registrarse empezamos a rodar escaleras arriba, abrazándonos y
besándonos contra los rincones y puertas
del hostal. De espaldas y casi sin mirar, logré abrir la puerta de mi
habitación sin despegar mis labios de los suyos. Una vez dentro, iluminados por
la brillante luz de la luna que entraba por la ventana, cerré lentamente la
puerta, la desnudé, me quité la camiseta negra y el pantalón, me tumbé sobre
ella y, entre sábanas y besos, volvimos a oír cómo repicaban las campanas que marcaban
rápidas el paso de las horas de aquella noche de verano hasta que, finalmente,
en esa hora mágica en la que en el cielo se encuentran tanto los últimos reflejos
de las luces de la luna como los primeros rayos de sol, ella se despidió
besándome en la frente y diciendo “Adiós, Ojalá que volvamos a vernos”.
A la mañana siguiente, me desperté sobresaltado con
los porrazos de mi manager en la puerta de la habitación, poniéndome al
corriente del retraso que llevábamos para llegar a la ciudad donde aquella
misma noche daríamos nuestro siguiente concierto.
-¡Voy!- Contesté desganado, acariciando el hueco que
ella había dejado en mi cama. La echaba de menos y, aunque sabía que debía
tratar aquella historia como lo que era, un amor de una noche, no podía. Era
casi desesperante, y no hacía ni un par de horas que no la veía.
Los días pasaban lentos, un concierto tras otro concierto,
un pueblo tras otro pueblo, a una ciudad le seguía otra, casi sin descanso. Por
fin terminó el verano y llegó el otoño, que se me antojó largo y frío sin ella.
Yo seguía pensando en aquella camarera que me invitaba a cubatas a cambio de
canciones al oído. Solo deseaba que terminase la primavera para volver a salir
de gira el siguiente verano, pero las hojas del calendario caían hacía arriba
desde el suelo volviendo a colocarse en su sitio, las equis rojas que marcaban
el paso de los días se desdibujaban y el mes de Abril parecía no tener fin.
Cierto día, mi manager me llamó a su despacho y
comenzó a apuntar en un folio en blanco cifras, fechas y lugares de los
conciertos de la gira que realizaríamos en verano. Los iba copiando de su
agenda, repleta de tarjetas de presentación y hojas sueltas con diferentes
tipos de letras y colores, mientras farfullaba en voz baja lo que iba
escribiendo: “Finales de Julio, principios de Agosto… Dos noches aquí…
Descansamos y luego vamos a… No, esta fecha la sustituimos por esta otra. ¡Listo!”-
Anunció finamente. Cuando terminó de escribir me pasó aquel documento y me
estremecí al ver escrito el nombre de aquel pueblo de costa donde los bares
cerraban temprano y las horas pasaban deprisa, marcadas por las campanas de la
iglesia.
La espera hasta aquella fecha se me hizo
interminable, pero por fin llegó. Aquella noche estaba muy nervioso por volver
a verla. Intenté calmarme tomando unas copas en el camerino antes de salir a
escena. Alguien anunció que el concierto iba a empezar y salimos al escenario.
Dejé mi cuarta copa justo antes de salir a tocar. La guitarra acústica comenzó
a sonar rítmicamente, el público aplaudió cuando subí al escenario y saludé
agitando la mano. Comencé a cantar sin dejar de sonreír, escudriñando
meticulosamente las primeras filas, intentando encontrar el rostro de mi
camarera entre el público, pero no la encontré. Aprovechaba cuando los cañones
de luz alumbraban a la muchedumbre para intentar localizarla, pero ella no
estaba. Seguí cantando y cantando mientras que me afanaba por encontrar aquella
enorme mata de cabello rizado entre el público. Incluso me giré en alguna
ocasión para mirar la gran pantalla que tenía a mi espalda cuando el operador
de cámara enfocaba a los fans, pero todos mis esfuerzos fueron infructuosos.
Roído por mis propios nervios, terminé el concierto tres canciones antes, loco
por volver al bar para buscarla. El escenario se apagó y bajé las escaleras
corriendo, siguiendo el camino de luces hasta mi camerino. Antes de entrar vi
una maraña de gente esperándome para hacerse fotografías conmigo. Me metí de
lleno en el barullo suponiendo que la encontraría allí pero ella seguía sin
aparecer. Dentro de mi camerino perdí el tiempo preguntándole a mis músicos si
habían visto entre el público a una mujer guapísima con pelo rizado y ojos de
gata, pero nadie pudo decirme nada de ella. Me serví otra copa para templar los
nervios, me lavé, me cambié de camisa y fallé al lanzar desde lejos la sucia a
la bolsa de plástico que colgaba del pomo de la puerta.
Salí del recinto por la puerta de atrás, con paso
ligero en dirección al paseo marítimo. La brisa volvía a ser fresca, todo estaba
tal y como lo recordaba el verano anterior. Ella sin duda me debía estar
esperando en su bar.
-Pero… ¿Qué carajo es esto? ¿Banco Hispano
Americano?- Me pregunté retóricamente cuando llegué al local donde hacía un año
estaba “el Amanecer”. -¿Banco Hispano Americano? ...- Volví a preguntarme. - …
¿Banco Hispano Americano? -Me pregunté por tercera vez, enfadándome con mi
propia sombra proyectada por la luz de la farola que en su día nos iluminó
besándonos. Me senté confuso en el suelo, frente a la sucursal de aquel banco,
con la mirada fija en aquella enorme cristalera que hacía de puerta. -¡Esto
debe ser una broma macabra del destino!- Continué pensando. Me sentía desesperado. El alcohol empezaba a
hacer el efecto contrario al deseado. Necesitaba encontrarla, me negaba a que
aquella historia terminase así, sin volver a verla después de todo un año esperando.
Sentí cómo aparecía un fuego en mi estómago haciendo que empezase a temblar. Una
potente energía subía por mi pecho, como un tambor anunciando una batalla. La
ira y la desesperación se apoderaban de mi cuanto más pensaba en ella,
recordando los interminables besos bajo la luna. Supe que no podía soportar
aquella situación cuando, sin darme cuenta, sujetaba con mis temblorosas manos
un enorme ladrillo rojizo que debí haber arrancado del suelo del paseo
marítimo. Ladrillo en mano, di un par de pasos largos en dirección al banco. Los
pasos se transformaron en una carrera que terminó con una frenada en seco cinco
metros antes de la puerta de cristales y el lanzamiento del ladrillo haciendo
añicos la enorme cristalera.
Descansé, me sentí relajado y aliviado. Me senté en
el suelo junto al hueco que había dejado el ladrillo para contemplar el
desastroso acto vandálico que acababa de cometer y seguí pensando en ella.
No sé cuánto tiempo pasó antes de que unas luces
azules y blancas me despertaran de mi letargo. Levanté la mano, usándola como
visera, para protegerme del destello. Las siluetas de dos sombras se dirigieron
hacia mí con paso firme.
-¿Está usted bien?- Preguntó una de ellas.
No respondí, sólo me dediqué a intentar enfocar las
figuras hasta que se mostraron nítidas y pude dilucidar que se trataba de una
pareja de policías municipales.
-¡Antes había aquí un bar!- Contesté beodo, intentando
mantener la compostura, poniéndome en pie.
-Le han visto lanzar un ladrillo contra la puerta del banco.
-No sé, antes había aquí un bar, “El Amanecer” ¿Dónde está ella?
-No sabemos señor. Déjeme su documentación, por favor.
-Yo solo quiero verla.
-Déjeme la documentación, por favor.- Insistió el policía.
-Estoy borracho.- Contesté apenado.
-Lo sabemos, y en ese estado ha roto usted la puerta del banco. Tendrá que acompañarnos a comisaría para declarar.
-Le han visto lanzar un ladrillo contra la puerta del banco.
-No sé, antes había aquí un bar, “El Amanecer” ¿Dónde está ella?
-No sabemos señor. Déjeme su documentación, por favor.
-Yo solo quiero verla.
-Déjeme la documentación, por favor.- Insistió el policía.
-Estoy borracho.- Contesté apenado.
-Lo sabemos, y en ese estado ha roto usted la puerta del banco. Tendrá que acompañarnos a comisaría para declarar.
Me froté los ojos con la esperanza de que todo
hubiera sido un mal sueño, pero no lo era, era real.
-¡Sé que no lo he soñado, aquí había un banco!-
Grité.
-¡Señor! Es la cuarta vez que le pido la documentación y no me la entrega. Queda usted detenido. Debe acompañarnos a comisaría para que le identifiquemos.
-¡Señor! Es la cuarta vez que le pido la documentación y no me la entrega. Queda usted detenido. Debe acompañarnos a comisaría para que le identifiquemos.
En el coche patrulla, de camino a la comisaría, me
vino la inspiración. Necesitaba escribir mi historia y tenía que hacerlo ahora.
Ya en jefatura, recobré la calma y la conciencia. Opté por volver a explicarles que llevaba tres copas, entregar mi DNI, callarme y no empeorar mi situación. Tras dos horas de papeleo, me entregaron una multa, me indicaron que estaba acusado de un delito de daños y que me citarían por carta certificada para acudir a juicio.
Ya en jefatura, recobré la calma y la conciencia. Opté por volver a explicarles que llevaba tres copas, entregar mi DNI, callarme y no empeorar mi situación. Tras dos horas de papeleo, me entregaron una multa, me indicaron que estaba acusado de un delito de daños y que me citarían por carta certificada para acudir a juicio.
Siguiendo los pasos que me marcaba el recuerdo,
llegué a la puerta del hostal en el que me hospedé hacía justo un año. Abrí la
gruesa y vieja puerta de madera y tras el mostrador de la recepción vi al tipo
somnoliento del año pasado. Indicándole el número de habitación, le pedí que me
diera la misma de la última vez. Tras un interminable bostezó, miró en un libro
lleno de apuntes a bolígrafo con mala caligrafía y, finalmente, me entregó las
llaves.
Subí lentamente las escaleras, acariciando el pasamanos por los mismos sitios donde ella pasó sus manos hacía un verano, viendo, como sombras en color, nuestras figuras besándose y abrazándose. Abrí la puerta de la habitación donde el verano anterior desnudaba a mi camarera y la recorrí con la mirada. Miré la cama y allí estábamos desnudos, iluminados por los rayos de la luna que, curiosa, nos espiaba por la ventana. Abrí los cajones de la mesita de noche buscando algo con lo que escribir. Encontré un lápiz con el nombre del hostal, pero no había papel. Me senté sobre la cama donde mi sombra seguía acurrucada junto a la camarera, saqué el documento que el policía municipal me había entregado en la comisaría y, por el dorso, comencé a escribir mi historia:
Subí lentamente las escaleras, acariciando el pasamanos por los mismos sitios donde ella pasó sus manos hacía un verano, viendo, como sombras en color, nuestras figuras besándose y abrazándose. Abrí la puerta de la habitación donde el verano anterior desnudaba a mi camarera y la recorrí con la mirada. Miré la cama y allí estábamos desnudos, iluminados por los rayos de la luna que, curiosa, nos espiaba por la ventana. Abrí los cajones de la mesita de noche buscando algo con lo que escribir. Encontré un lápiz con el nombre del hostal, pero no había papel. Me senté sobre la cama donde mi sombra seguía acurrucada junto a la camarera, saqué el documento que el policía municipal me había entregado en la comisaría y, por el dorso, comencé a escribir mi historia:
“Fue
en un pueblo con mar,
una noche después de un concierto…”
una noche después de un concierto…”