Este es mi regalo para Andrés Herrera "Pájaro" y para todo el que contribuyó a ese sonido platerésco, tan peculiar, que creó nuestro querido Silvio.
Agradecerle, también, la ilustración de la historia a María Carmona, que le ha dedicado su tiempo para que todo fuese perfecto.
TRES
PLANTAS EN ASCENSOR
Los zapatos nuevos me aprietan los pies, en la zapatería
me resultaban más cómodos. Después de la noche de juerga han perdido su brillo.
La mañana es fría, aún no ha salido el sol completamente. Siento cómo la última
copa de ponche flota en mi cabeza y me hace perder el equilibrio hasta tropezar
y apoyarme en la pared para no caer. Disimulando el traspié, aprovecho para
detenerme en el camino de vuelta a casa y
descansar. Me enciendo un cigarrillo, es el último del paquete de
ducados. Lo arrugo y lo hago una bola, busco una papelera para tirarlo pero, al
no ver ninguna, disgustándome conmigo mismo, lo tiro bajo un coche. Al darle la
primera calada a fondo, toso escandalosamente. Dejo que el aire limpio de la
mañana purifique mis pulmones para volver a contaminarlos con otra calada del
cigarrillo.
Fumando tranquilamente, apoyado contra la pared, empiezo
a pensar que tengo una edad en la que trasnochar tanto no es buena idea. Mi
cuerpo lo acusa, ya no tengo veinte años, tengo casi el triple, mi pelo se ha
vuelto canoso y ya no aguanto el alcohol como antes. Las resacas me suelen
durar ocho días en lugar de ocho horas. Realmente el alcohol nunca me sentó
bien. Hago balance y, definitivamente, he cometido muchos errores en mi vida,
he conseguido apartar de mi lado a todos los que alguna vez me quisieron, a la
gente que le importaba, especialmente mujeres.
Dejo de pensar y me siento mejor. Recompongo mi
aspecto, coloco el cuello de mi camisa. Los rayos del amanecer empiezan a
asomar, saco mis gafas de sol del bolsillo de la chaqueta y continúo el camino
de vuelta a casa.
Doblo la esquina y veo cómo se encienden las luces
de mi portal. Miro el reloj de mi muñeca pero lleva parado desde las 04:15 de
la madrugada. Sigo caminando, la puerta del edificio se abre y ella sale vistiendo
el uniforme de su colegio: su falda de cuadros escoceses verdes y rojos, sus
enormes y feos zapatones negros, los leotardos de color azul oscuro, el pico
del chaleco dado de sí, premeditadamente, para mostrar el escote, una fina
cadena de oro adorna su blanquecino cuello y cae entre sus pequeños y firmes
pechos. Tiene una cara angelical, ligeramente cubierta por algo de maquillaje,
pero tras esa máscara de inocencia se esconde lo que Nabokov llamaría una
auténtica nínfula.
Me cruzo con ella, le dedico una sonrisa y trato de darle los buenos días pero gira la cabeza y no me presta atención. Me atraganto con el humo del cigarrillo, las cuerdas vocales se me hacen un nudo y solo soy capaz de gruñirle algo ininteligible. Maldigo mi estupidez. Apago el cigarrillo en el macetero de la entrada y la puerta se cierra estrepitosamente en mis narices a pesar de haber acelerado el paso para evitarlo. Rebusco las llaves en los bolsillos.
Me cruzo con ella, le dedico una sonrisa y trato de darle los buenos días pero gira la cabeza y no me presta atención. Me atraganto con el humo del cigarrillo, las cuerdas vocales se me hacen un nudo y solo soy capaz de gruñirle algo ininteligible. Maldigo mi estupidez. Apago el cigarrillo en el macetero de la entrada y la puerta se cierra estrepitosamente en mis narices a pesar de haber acelerado el paso para evitarlo. Rebusco las llaves en los bolsillos.
Entro en el portal, la luz se apaga justo cuando
estoy subiendo las escaleras de la entrada, protesto por la oscuridad de forma
que ni yo mismo me entiendo. Pulso el interruptor y la vuelvo a encender. Ahora
me molesta tanta claridad a pesar de llevar puestas, todavía, las gafas de sol.
Camino lentamente hacia el ascensor, mis zapatos resuenan contra el mármol del
suelo. Pulso el botón de bajada y una lucecita de color naranja apagado ilumina
el panel. Lo oigo bajar, con su sonido rítmico y acompasado Tucúm-tucúm, la maquinaria suena como un instrumento de percusión Tucúm-tucúm, marcando el compás Tucúm-tucúm. Es hipnotizador, pienso en
escribir una canción con ese ritmo
Tucúm-tucúm.
Oigo cómo se abre el portal, unos zapatos suben con
urgencia las escaleras, los cristales de la entrada vibran con el portazo y por
fin… ¡ella otra vez! Jadeando tras la carrera. Sigue ignorándome, esconde la
cabeza en el interior de su mochila y busca algo que no encuentra. Deduzco que
se le ha debido olvidar algún libro o cuaderno importante del colegio. El
ascensor llega y, caballerosamente, le abro la puerta. Entra malhumorada, se
apoya contra el cristal y, con la mirada perdida en el techo, cruza los brazos
sosteniendo una carpeta. Entro detrás de ella, cierro la puerta, pulso el botón
de mi planta y me vuelvo a maldecir por por vivir en el tercero y no en el
ático para poder enterarme, al menos, de cuál es su planta.
El marcador sobre los botones indica que estamos en
la primera planta. No sé ni su nombre, solo conozco a su madre porque siempre
me mira mal en las reuniones de vecinos y aprieta su bolso contra el pecho cuando
nos cruzamos en el portal.
Me fijo en su
carpeta, está forrada con fotos de un chico un par de años mayor que
ella. Debe ser su novio. Me gustaría regalarle una foto mía sobre el escenario
tocando la guitarra pero no estaría bien. Hago un esfuerzo profundo para oler
su colonia, un perfume que sale de su cuello y se entremezcla con mi olor a
ponche y ducados.
Cuando vamos a mitad de camino, las luces del panel
forman un dos. Pienso en invitarla a desayunar, seguro que va a hacer novillos,
no va a entrar a primera hora y sé que aún me queda un billete de veinte
arrugado en algún lugar de la cartera. Sería un buen plan, aunque solo sea un
café, lo que sea por pasar más tiempo con ella que el que transcurre en
nuestros viajes en ascensor. ¡Cómo me gustaría besarla!
Al llegar a la tercera
planta pienso -¿Qué estoy diciendo?- Soy mucho mayor que ella y su madre podría
denunciarme a la policía, terminaríamos en los juzgados y saldría culpable.
Vuelvo a sonreírle y ella vuelve a ignorarme, pero esta vez detecto un leve
gesto en sus labios, un conato de sonrisa. Cierro la puerta del ascensor y oigo
como este reanuda la marcha con su Tucúm
-Tucúm y vuelvo a pensar en mi vecina -No me importaría ir a presidio por
ese beso.