PRIMAVERA PLATEADA
Salió del agua en mitad de la noche con los vaqueros
empapados. La camisa abierta se le pegaba mojada al cuerpo dejando ver su pecho
enjuto y blanquecino, con la cicatriz del navajazo mal curado que le propino a
traición Benny Farretsi en el gimnasio del instituto tres años antes. Se apartó
el pelo de la cara y el agua recorrió sus mejillas mezclándose con las
lágrimas. Nunca había llorado, ni siquiera cuando a los seis años su padre los
abandonó dejando a su madre en un mar de deudas y facturas por pagar. Pero
aquella noche sí, aquella noche todo su mundo se vino abajo y decidió ahogar
las penas con la botella de burbon que había robado en la gasolinera de su
mejor amigo, y a él mismo en el océano. Sonrió como un demente cuando se imaginó
lo que debía parecer al salir del agua.
Miró a su alrededor y no vio nada. Sintió que sus
pupilas, dilatadas por el alcohol y las drogas, no conseguían enfocar nada.
Intentó salir del agua. Sacar los pies, que con el vaquero mojado ahora pesaban
el doble, de la orilla, pero el golpe de una ola le hizo perder el equilibrio y
caer tragando un enorme buche de agua salada. Escupió algo de sangre del labio
que se mezcló con un hilo del vomito provocado por el alcohol y el agua, mientras a cuatro patas intentaba encontrar la botella de burbon medio vacía
que el mar le arrebató. Sintió la pérdida y rió amargamente por su suerte
mientras salía del agua a gatas, intentando ponerse en pie, pero una nueva ola
le volvió a hacer caer y decidió sentarse en la orilla, donde cada nueva ola le
bañaba suavemente las piernas y la parte baja de la espalda. Sintió paz y
tranquilidad, cosas que no sentía desde hacía mucho tiempo.
Dejó de sonreír, de llorar, de sentir frío y soledad.
Se preguntó cómo había llegado a aquella forma de vida. Recordó como apenas
cuatro años atrás, en aquella primavera plateada del 52, fue elegido mejor
jugador del equipo de fútbol y más tarde rey en el baile de fin de curso junto
a aquella otra chica de la que no recordaba su nombre. Aquellos fueron los
únicos actos civilizados que había habido en su vida y fueron el comienzo de la
nueva vida que le haría entrar en la universidad, ser un hombre de bien y de
provecho, la persona opuesta a lo que su padre había sido. O al menos eso pensó
él mientras la banda tocaba Blue Moon en el gimnasio del instituto y él bailaba
lento con Sue… -Sue Goldman ¡Ese era su nombre! -Sonrió al recordarlo. Pero
¿dónde se estropeó todo? ¿Qué le hizo dejar el equipo de fútbol, el instituto, caer
en aquella espiral de delincuencia juvenil, de alcoholismo y drogadicción?
Volvió la cabeza a un lado, intentando encontrar las respuestas en la espuma
del mar que manchaba los bajos de su camisa.
La voz distorsionada por el megáfono y por las drogas hablaba.
No sabía cuál era el mensaje, pero la oía. Las luces azules y rojas le daban
dolor de cabeza y los focos de los coches de la policía le cegaban cuando le
apuntaban a los ojos. ¿Cuánto tiempo llevarían ahí? Podrían ser horas y él no
se hubiera enterado.
-¡Tire el arma y permanezca sentado!- Eso es lo que
gritaba el policía, ahora podía oírlo.
El arma, no recordaba llevarla encima, pero tenía
lógica. ¿Cómo si no habría robado en el drugstore? ¿O robado el coche a aquella
pareja de novios para huir por el canal y dar esquinazo a la pasma? Ahora
empezaba a recordar detalles. -El arma. -Balbuceó su cerebro. Lentamente, sin
ser consciente de su situación, recorrió la playa con la mirada, contó el
número de coches y policías que a menos de diez metros le apuntaban a la cabeza.
Aceptó su inferioridad en aquel escenario. Se rindió y lentamente levanto las
manos en señal de sumisión. Intentó levantarse a pesar de las claras
indicaciones de la policía apoyando una mano en la arena. A duras penas lo
consiguió y su alargada, delgada y mortecina figura quedó en pie medio desnuda
frente a los coches de la policía.
-¡Tiré el arma y vuelva a sentarse!
Le costaba entender las ordenes, pero se las podía
imaginar, la luces y el alcohol aumentaban su dolor de cabeza y le impedían
tomar decisiones con rapidez. Con temblores, bajó lentamente el brazo derecho
para sacar el arma que tenía en la parte trasera del pantalón. La policía se
puso tensa y él oyó como los oficiales amartillaban sus revólveres.
Rápidamente, asustado subió la mano un instante y la volvió a bajar para tirar
el arma a la arena, mientras el brazo izquierdo seguía en alto con la palma de
la mano abierta. Con dos dedos sacó y enseñó la pistola a la policía. Su
cabeza, torpe y embotada, emitía mil órdenes a la vez al resto de su cuerpo, mientras los oficiales no paraban de gritarle que la tirase. Un sargento apoyó
la escopeta contra la puerta abierta del coche. -Calma- intentaba decirse a sí
mismo -Calma. -Un leve gesto de su mano, mal interpretado por uno de los
oficiales, bastó para que el sonido de un disparo se oyese en toda la
playa. Sintió una punzada en mitad del
pecho y cómo se le llenaba de aire frío. Le faltaba el aire. Por la inercia del
disparó, su cuerpo se balanceó y el brazo del arma se levantó apuntando a la
policía. En menos de dos segundos todos los oficiales descargaron sus armas
contra el joven que cayó bocarriba, mientras las olas del mar cubrían a
rítmicos intervalos su cuerpo lleno de agujeros.
Así fue el final de
Randy Lee en aquella noche de verano.