domingo, 21 de noviembre de 2021

EL SÍNDROME DE ESTOCOLMO

No creo que Facebook o mi blog sean los sitios adecuados para contar sentimientos y cosas privadas e íntimas, por eso nunca subí el texto que escribí hace algunos meses sobre mis experiencias durante el confinamiento, pero ayer vi una película llamada CONTAGIO y pensé que hoy sí era un buen día para compartirlo con vosotros.


EL SÍNDROME DE ESTOCOLMO




Entiendo que toda vida debe finalizar
mientras nos sentamos solos.
Sé que algún día partiremos.
Soy un hombre afortunado que cuenta con ambas manos
a los que amo
.”


(Just Breath, Pearl Jam)

 

Síndrome de Estocolmo: Término utilizado para describir una experiencia psicológica paradójica en la cual se desarrolla un vínculo afectivo entre los rehenes y sus captores.

 

    Llevaba años con preocupaciones y dolores de cabeza. Implorando unas vacaciones totales. No solamente un periodo remunerado de inactividad laboral, de esos ya había tenido bastantes a lo largo de mi vida y sabía perfectamente que, aunque no trabajase, los problemas de la vida no paraban un segundo y que, si no eran los estudios, era la vida en pareja, o era la nueva avería del coche y si no, otra cosa distinta. La cabeza no paraba nunca, no había descanso. ¿Cómo se conseguiría ese total descanso de la mente?

    El día 17 de noviembre del 2019 el mundo que conocemos comenzó a cambiar cuando se detectó el caso de la primera persona contagiada por el covid19. La pandemia se extendió rápidamente por el mundo, siendo el de un alemán que pasaba sus vacaciones en la isla de La Gomera, el 31 de enero de aquel mismo año, el primer caso detectado en España. Finalmente, el 15 de marzo del 2020, el presidente declaró el confinamiento total y absoluto durante los siguientes tres meses. Fueron tres extraños meses en el que todos los países cesaron la actividad laboral, siendo solo las actividades esenciales a las que se les permitió continuar con su labor. Negocios cerrados, calles vacías y silenciosas. Ningún coche particular, solo algún autobús casi sin pasajeros o alguna que otra patrulla de la policía.

    A finales del verano del 2019 se acabó la relación sentimental que había mantenido durante los últimos tres años y medio y terminando el mes de febrero del 2020, un par de semanas antes del confinamiento, con el tiempo justo para solicitar la prestación económica de manera presencial en la oficina de empleo y comprar una botella de ginebra, fui despedido de mi trabajo.

    Fuera, la gente fallecía, los hospitales estaban desbordados por los enfermos, los centros médicos no eran capaces de atender a todos los pacientes que acudían en busca de ayuda. La economía del país se venía abajo, el mundo entero se iba a pique, pero yo, dentro de los confines de mi pequeño ático en el barrio de segunda mano y más bohemio de la ciudad, estaba a salvo disfrutando de ese periodo en el que milagrosa y misteriosamente el mundo estaba en pausa.

    ¡Por fin había ocurrido! No había novia en casa con la que discutir, ya no había nada que arreglar, solo analizar y aprender de la cadena de sucesos. No había que ir a trabajar, no había preocupaciones por llegar o no a las ventas semanales, nadie a quién llamar a la hora de la siesta para venderle nada. Tampoco había cargo de conciencia por no tener empleo, ni por no buscarlo. No había actividad comercial, no había nada que buscar ni encontrar en las plataformas de trabajo y tenía las necesidades económicas cubiertas gracias a las prestaciones generadas con el trabajo de todos los años anteriores.

    Meteorológicamente hablando, salvo el último mes, recuerdo días nublados, grises y lluviosos.

    La humanidad, al menos durante aquellos tres mágicos y mortales meses, se dio cuenta de que, para sobrevivir a aquel encierro, había que remar en una misma dirección. Una dirección en la que el apoyo moral y el compañerismo era fundamental. Los famosos entretenían a sus seguidores realizando en sus redes sociales animadas entrevistas o conciertos acústicos gratuitos desde sus casas, incluso yo participé con una actividad similar aprovechando mi condición de escritor novel. Las videollamadas entre amigos y familiares eran continuas. Todos se contaban como llevaban aquel forzoso encierro, qué actividades y en qué horarios las realizaban. La salud y el teletrabajo eran temas recurrentes en aquellas melancólicas conversaciones. En mi edificio, a veces y de manera espontánea, tenía lugar una charla de puerta a puerta o de planta a planta entre vecinos, respetando la adecuada distancia de seguridad, protegiéndonos la nariz y boca con mascarillas de papel. También era frecuente el intercambio de comida dejando en las puertas tupperwares con lo que cada uno había cocinado aquel día. Luego, un whatsapp avisaba de aquella comida en el felpudo.

    Pronto la vida entre cuatro paredes de las personas se llenó de costumbres y rutinas. Después de comer, se emitían largos discursos cargados de mentiras de los políticos de turno sobre el estado y la dirección en la que evolucionaba la pandemia y las consecuencias que estaba teniendo, salir a los balcones y ventanas a las ocho de la tarde para aplaudir a los empleados de la sanidad pública. A las diez de la noche, a través de su canal particular de YouTube, un periodista que había enfocado toda su carrera a iluminar el misterio que envolvía a espíritus y ovnis, se embarcó en solitario en la exhaustiva búsqueda de la verdad sobre el origen oculto de aquella pandemia. Decía que pudieron ser soldados americanos que visitaron china para participar en los juegos olímpicos militares. También podría ser un murciélago en un mercado insalubre de una ciudad de la que nadie había oído hablar hasta aquellos días el que propagó la enfermedad. Incluso hubo una tercera y más aceptada teoría que ubicaba el foco de la pandemia en un laboratorio, no muy alejado de aquel mercado. Fuera cual fuera el origen, yo seguía aquellos programas con gran atención desde mi apartamento hasta que finalizaban cerca de la media noche. Era entonces, cuando tras asearme, me servía una ginebra como postre y escribía y escribía, trabajando en mi segunda novela hasta altas horas de la madrugada.

    Con el paso del tiempo, el sentimiento y la necesidad de un contacto más directo crecía. Se echaban de menos los abrazos, los besos, una cerveza en tu bar favorito mientras veías el fútbol. Las visitas quincenales al supermercado en el que trabajaba mi amigo eran el único contacto humano directo, envuelto en un clima de culpabilidad por estar en la calle, del que disfrutaba.

    Todo momento que nos marca la vida va acompañado de un olor, o una melodía y cuando volvemos a escuchar esas notas o a percibir ese olor o sabor, nos trasportamos a aquel momento. En mi caso hubo una canción que encontré por casualidad -serendipia lo llaman- y que me acompañó durante aquellos tres meses de confinamiento. “Así Fue” era una canción que solía escuchar mi hermana cuando aún todos vivíamos en casa de mis padres. No sé qué estaría buscando aquella fría y lluviosa tarde en la que automáticamente sonó aquella melodía. Me erizó el pelo de los brazos volver a oírla algo más de treinta años después. Quise entonces investigar un poco más sobre aquel recuerdo y fue entonces cuando encontré la versión reggae de Dread Mar I. Desde aquella noche la volví a escuchar cada mañana mientras me aseaba para comenzar el día.

    Hoy, el virus sigue entre nosotros, pero ya no estamos confinados. El mundo ha vuelto a girar, hay que volver a estudiar, a trabajar, a discutir, a preocuparse… Sé que para muchos ha supuesto la ruina económica, el cierre de los comercios que han sido el sustento de sus vidas y de la de sus familias. Sé que muchos han quedado atrás y que todos han perdido a algún familiar o amigo. Han sido muchos los sueños e ilusiones que se han diluido hasta desaparecer, pero a mi me dio descanso, paz y creatividad.

    Perdonadme si yo echo de menos ese periodo de tranquilidad y de seguridad que me dieron aquellos meses del año 2019.

Yo echo de menos despertarme con aquella canción de Dread Mar I, echo de menos el confinamiento.