viernes, 1 de enero de 2016

LAS COSTAS DE CIPANGO



En las costas de Cipango se narra la historia del viaje que realizó Cristóbal Colón buscando la ruta alternativa para llegar a Asia pero con un toque de fantasía.
Cuando yo era niño, mi padre me contó que aquel viaje era complicado ya que se pensaba que la tierra era plana y que en sus límites había cataratas, serpientes marinas y todo tipo de peligros. Pasaron los años y me propuse escribir algo sobre aquel viaje pero preguntándome cómo hubiera sido si realmente la tierra no hubiese sido redonda.

LAS COSTAS DE CIPANGO




Treinta y cinco días han pasado desde que dejamos atrás la isla de la Gomera, sesenta y nueve si contamos desde la fecha en que salimos del puerto de Palos para esta aventura que no sabemos dónde nos llevará. Sesenta y nueve largos días en los que las fuerzas y las esperanzas se han ido perdiendo con cada milla que avanzamos hasta alcanzar las costas de Cipango, con cada milla que nos alejamos de España.

Este viaje es una agonía. El sueño insensato de un loco bohemio que mantiene ciegamente que la tierra es redonda. Muchas son las personas que se opusieron a este viaje, anulando la posibilidad de conectar con el continente asiático atravesando el Océano en lugar de hacerlo viajando hacia el este atravesando Europa. "La tierra es plana, no hace falta demostrarlo". Lo oímos muchísimas veces en la taberna la noche antes de hacernos a la mar. Con este viaje intentaremos demostrar lo contrario y glorificaremos La Corona Española.

Es mi turno para ejercer de vigía en La Carabela "La Pintá", una de las dos embarcaciones que acompañan a La Nao "La Santa María" en la búsqueda de la nueva ruta. Antes de subir dejo que Sancho de Rama descienda del mástil. Apenas me devuelve el saludo cuando le deseo que pase buena noche. Está desmoralizado y simplemente me entrega su manta para guarecerme del frío quitándome de las manos la lámpara de aceite mientras, entre dientes, blasfema algo sobre los santos que pueblan el cielo. A mis veintitrés años jamás he oído tal barbaridad. Me quedo perplejo y lo sigo con la mirada hasta que la luz de la lámpara se pierde por las escaleras de la embarcación. Continúo observando la desvencijada puerta de madera, oyendo cómo crujen sus bisagras, abrazando la manta contra mi pecho. En esta noche es lo más parecido que tendré al calor humano junto al recuerdo de mi querida Catalina.

Cierro los ojos y estoy en Triana, con ella. Las botas secándose junto al fuego tras un día de duro trabajo en el muelle, la madera cruje dentro. Junto a las botas y bajo la mesa, el perro grande y perezoso ronca fuerte. Un vaso de vino en mi mano mientras se vuelven a abrir las heridas de mis nudillos al apretar el puño. Huele a pan recién hecho que ella saca del horno. Me ofrece un trozo mientras me abraza desde atrás. Siento su pelo largo y liso por mi cuello y me hace girar la cabeza para mirarla. Noto su calor. Me venda la mano con una gasa nueva. Sonrío y mastico. Nos besamos, el perro bosteza y vuelve a dormirse.

-¡Bermejo, suba usted a su puesto!- Me grita Juan Quintero. El frío de la noche me traspasa la camisa y el gélido aire sustituye al calor de mi hogar. Me enrollo la manta al cuello, pasando por debajo de la axila, y comienzo a trepar por la gruesa flechadura hasta la cola para pasar allí lo que queda de noche. Mientras subo, noto cómo la humedad y el rocío de la noche han empapado los obenques. Me paro, acerco los labios al cabo y extraigo algo de agua para humedecer los labios. No la trago, la escupo. Sigo subiendo. Cuando llego a la cola, me cubro la cabeza y parte del cuerpo con la manta. Fijo mi posición apretando los pies contra la madera de la baranda y la espalda contra el mástil y sujeto la manta fuertemente con las manos a la altura de mi cuello.
Solo a esta hora la embarcación está en calma, la mayoría de la tripulación duerme, o al menos lo intenta.

Por mi parte, lo que peor llevo no es saber si algún día llegaremos a Cipango, es no saber cómo está mi familia en Sevilla. Cuando regrese quiero volver a Lepe. Quiero volver al lugar donde nací y disfrutar allí de las ganancias que he obtenido en este loco viaje.
Llevamos casi treinta días de enfermedades, hambruna y creyendo que estamos navegado sin un rumbo fijo. Hace apenas cinco días hubo un motín en "La Santa María" que finalmente fue sofocado por Sánchez Pinzón, pero la tripulación siguió inquieta y volvió a amotinarse antes de ayer. En esta esta ocasión ha sido el Almirante Cristóbal Colón quien ha prometido variar el rumbo, esta vez camino a casa, si en un plazo de tres días no avistamos tierra. Ya no me importa si alcanzamos la nueva ruta, si llegamos a las tierras del Gran Kan o no. Solo quiero regresar antes de que pase algo en la nave. Hemos hecho una tripulación suicida a base de reos, sentenciados a muerte, criminales, soldado desertores, gente que no tiene nada que perder y a la que lo mismo le da morir en una celda que en una pelea en la taberna o en el mar, y aún me pregunto cómo he terminado en este navío en mitad de ninguna parte.

El viento del norte sopla frío y hace que me sangren las grietas de los nudillos. Me los froto suavemente y chupo para intentar aliviar el dolor con mi saliva, pero solo consigo abrirme más las heridas. Miro hacia adelante, aguas oscuras, mansas, cielo negro casi sin estrellas, pero con una luna gigante. A babor veo las luces de la Nao "La Santa María" y a estribor las de la Carabela "La Niña". Me siento en el suelo para que la manta me tape todo el cuerpo. Cruzo las piernas y me encorvo hacia adelante para hacerme más pequeño y no exponerme tanto al frío, no dejo de tiritar. Oteo el horizonte sin apenas ver nada nuevo, solo la oscuridad y los espesos bancos de niebla que atravesamos haciendo la noche y la travesía aún más gélida. La espera se hace insoportable, aburrida, tediosa. No veo el momento en el que me releven de mi puesto y pueda dormir en algún rincón caliente del barco.

El tiempo pasa. La niebla se ha hecho tan densa que he dejado de ver a las otras embarcaciones. Es raro ver una niebla tan espesa en mitad del océano. No me gusta, tengo un mal presentimiento. Me pongo en pie, tambaleándome por el frío y el miedo. La bruma no me deja ver la cubierta de mi barco, el mástil se ha perdido en la oscuridad. Tampoco puedo ver la luna que me acompañaba. Oigo un aleteo a mí alrededor y algo me roza la cara. Hago un aspaviento para quitarme de encima lo que sea que me ha rozado y casi caigo de la cola al perder el equilibrio. Me aferro fuertemente a la baranda de madera preguntándome qué clase de criatura me ha podido dar con sus alas en la cara en un lugar tan alejado de la tierra como estoy. De rodillas y con la boca apretada contra mis resecos nudillos, comienzo a rezarles a todos los santos y vírgenes del cielo para que me guarden en esta noche.
Cierro los ojos.
Una fuerte sacudida del barco me hace abrirlos y la niebla comienza a disiparse. Muy a lo lejos el cielo ya no es negro, es de un color azul oscuro que se va enrojeciendo por su parte más baja. Pienso que si algún ave me ha rozado es porque tiene que haber tierra cerca, a no muchas millas de distancia, tan pocas como para avistar Cipango en este nuevo día 11 de octubre de 1492 y llegar a sus costas al atardecer. Siento un calor dentro del pecho que me hace volver a ponerme en pie. Miro fijamente la línea del horizonte cada vez más naranja, cada vez más celeste y sobre el celeste la misma oscuridad de la noche, pero partida por un lejano relámpago. Me giro para intentar localizar a las otras embarcaciones, pero sigo sin verlas, aunque la niebla ya se ha ido. No dejo de mirar al frente con la esperanza de avistar tierra en este mismo amanecer. Dos nuevos relámpagos en la lejanía me vuelven a sorprender. Un rayo de sol que va directamente a mis ojos hace que se oscurezca el paisaje, pronto mi vista se acostumbra a la nueva luz del día. A lo lejos veo un pequeñísimo punto negro que aparece y desaparece. Podría ser la costa, podría ser tierra, podría ser por fin Cipango y podría no ser nada. Suelto una de mis manos de la baranda y agarro el pequeño cordel de la campana. Estoy deseando ser yo quien de la voz de "Tierra" pero el punto vuelve a desaparecer, suelto el cordel de la campana y vuelvo a ver otro relámpago, esta vez mucho más grande y ramificado que los anteriores. Noto como sopla un viento de popa que nos imprime una marcha firme hacia el sol que comienza a aparecer por el horizonte. Dejo caer la manta de mis hombros. Saco de mi bolsillo una de las vendas que uso para cubrirme las manos y me la ato a la cabeza para sujetarme el pelo. La embarcación cada vez avanza más y más deprisa. Son tantos los nudos que alcanzamos que el movimiento de vaivén de la nave es inusual y ha sobresaltado a los marineros, que salen del interior del navío y empiezan a agolparse en la proa para ver qué rumbo llevamos. El sol del amanecer les ciega. Las diferentes voces de mando para gobernar la carabela van de una punta a otra y la tripulación obedece. En el horizonte vuelvo a ver el punto negro mucho más definido, con un perfil irregular. Es tierra, ahora estoy seguro, es tierra... No lo es, ha vuelto a desaparecer en el horizonte.
El día empieza a ser caluroso. Noto como el sudor cae por mi espalda, me arrodillo para quitarme la camisa y atarla a uno de los palos del carajo. Al mirar hacia arriba para ponerme en pie contemplo atónito cómo la luna sigue detrás de nosotros, aún más grande que la noche anterior. Lentamente me pongo en pie y puedo ver cómo la tripulación de las otras dos embarcaciones también ha despertado y a la carrera ocupan sus posiciones.

Cosas extrañas están pasando hoy: vientos que pasan de una calma total a una furia desatada, temperaturas que varían desde el invierno más cruel al verano más caluroso que azotase nunca la tierra, horizontes que aparecen y desaparecen a su antojo con rayos cada vez más grandes y, finalmente, ver a la vez el sol y la luna en su plenitud y tan grandes el uno como el otro. 

El calor es cada vez más asfixiante y al asomarme para ver la labor de los marineros siento un miedo atroz cuando veo que las aguas comienzan a ponerse bravas y de ellas salen un leve humo y burbujas.  - ¡Señor Pinzón!... ¡Las aguas, están hirviendo! - Le grito al capitán Martín, que está discutiendo con el contramaestre Juan Quintero.  Las velas de La Santa María y de La Niña ya han sido izadas. Intentamos desviarnos del rumbo, pero es imposible y, aunque las naves ya han virado, la fuerza del océano es tan potente que las sigue arrastrando al frente. Izamos nuestras velas y empezamos a virar, pero sufrimos igual suerte. Los relámpagos son cada vez más frecuentes, el agua cada vez más caliente y violenta. Intento bajar de mi posición, pero ahora es más seguro permanecer aquí, atarme con un cabo a la cintura para no salir despedido por el aire con la próxima sacudida. Vuelvo a escudriñar el horizonte tratado de localizar el trozo de tierra que he creído ver en dos ocasiones, pero lo que veo es algo que no creo que pueda existir, una alucinación producida por el calor y el sofoco del momento. La cola de algún tiburón gigante en la distancia... No puede ser... Está demasiado lejos para poder verlo con tanta claridad y a su vez es demasiado grande para estar tan lejos. La cabeza me da vueltas y no sé cómo explicarme a mí mismo esa visión. La voz de arriar el ancla suena prácticamente a la vez en las tres embarcaciones, pero el océano sigue siendo misterioso y profundo. Las anclas no llegan a tocar el fondo y seguimos avanzando en contra de nuestra voluntad. Un nuevo rayo toca el agua muy cerca nuestra y comienza a caer una lluvia tibia que caldea aún más la mañana. Al frente se ha levantado un muro de vapor suspendido en el aire y veo cómo el océano cae por lo que antes pensábamos que simplemente sería la línea inalcanzable del horizonte. Pero, para nuestra desgracia, la vamos a alcanzar y vamos a caer por la catarata más grande jamás conocida por el hombre.

Catarata!- Comienzo a gritar mientras toco la campana violentamente. La tripulación empieza a amarrar todos los útiles al barco para no perderlos en la caída, pero pronto comprenden que es una tarea infructuosa. No tenemos cabos suficientes y la altura y la fuerza de la caída serán tan violentas que las embarcaciones no aguantarán el impacto. Poca es ya la distancia que nos queda para caer por el abismo cuando algo hace zozobrar nuestro barco: una gigantesca serpiente marina nada contra corriente y se dirige hacia "La Niña". La cabeza del animal, casi tan grande como la propia carabela, emerge entre las aguas hirvientes del atlántico. Los gritos de terror de los marineros se pueden oír claramente en la distancia. La serpiente saca su larga cola y golpea violentamente la embarcación partiéndola en dos trozos. Los barriles de aceite y de pólvora que transportábamos comienzan a explotar en el agua hirviendo. Veo cómo mis compañeros mueren en el infierno mientras que las dos mitades de "La Niña" son arrastradas rápidamente hasta la cascada. La serpiente se sumerge. En "La Santa María" empiezan a estallar los barriles de pólvora y en la "La Pintá" se nos da la orden de arrojar por la borda todo lo que pueda hacer explosión. Los hombres se afanan en cumplir dicha misión, pero los últimos barriles explotan en las manos de los marineros esparciendo sus cuerpos por el mar y la embarcación. Veo impotente cómo la tripulación de "La Santa María" intenta abandonar el barco en los botes, pero estos empiezan a arder con solo tocar el agua del océano y rápidamente comienzan a caer por la gran cascada. La lluvia es casi fuego. La cola del animal vuelve a emerger y rodea la Nao del Almirante Cristóbal Colón. La tiene presa en un abrazo mortal, es imposible escapar de ese cerco. Con cada movimiento de la serpiente las aguas se remueven y nos hacen girar sobre nosotros mismos varias veces haciendo que los marineros salgan despedidos por la borda.
La lluvia es intensa y produce verdugones y quemaduras conforme cae sobre nuestra piel. El monstruo marino asoma su gigantesca cabeza y la empotra contra la nave que ha aprisionado con su cuerpo haciéndola pedazos, despidiendo mil fragmentos de madera y carne humana. El animal vuelve a sumergirse y los restos de la Nao caen por la catarata. El cabezazo ha hecho que enderecemos el rumbo y naveguemos rectos hacia la catarata.
No hay nada que se pueda hacer y la madera de nuestra embarcación ha comenzado a arder  cuando queda menos de media milla para caer. La tripulación se aferra a lo que puede para preparar la caída. Unos se amarran con sus propias camisas a los mástiles, otros prefieren saltar y caer al agua hirviendo. Yo compruebo que mi cabo está bien amarrado. La velocidad que llevamos es de vértigo y el navío cruje ruidosamente cuando empieza a inclinarse hacia abajo por la proa al iniciar la caída. Justo cuando parte del barco ha empezado ya a caer, volvemos a recuperar una posición firme y noto cómo nos elevamos cuando la cola del monstruo marino ha hecho que la embarcación salga del océano y quede suspendida en el aire, tan alto que hemos sobrepasado las nubes. Numerosos maderos del casco de la carabela empiezan a caer al vacío.
Aquí estamos tan altos que ya no llueve, ya no hay nubes ni rayos a los que temer, aquí solo hay tranquilidad. Dejo de mirar al mar y a la cola de la serpiente y me maravillo con la imagen que tengo ante mis ojos: la luna y el sol, cara a cara, tan grandes y redondos como nunca los había visto antes. Parece que luchasen por ver cuál de los dos es más brillante. No oigo nada, ni siquiera los gritos de dolor de los pocos marineros que quedan abordo. Siento una calma total que hace que por un breve instante de tiempo se me olvide que voy a morir.
Súbitamente volvemos a bajar hasta caer al agua y la embarcación se resquebraja y rompe en dos, aunque yo sigo en la parte más alta del mástil. En la caída me golpeo la cabeza contra un madero que ha salido despedido y casi pierdo la conciencia, tal vez hubiese sido mejor. La parte de proa cae por la catarata. Un grito desgañitado de terror sale de mi garganta cuando por la gran cascada aparece ante mí la gigantesca cabeza del monstruo marino con la boca abierta y, antes de caer por la catarata, puedo verme claramente reflejado en el ojo de la serpiente.

martes, 8 de diciembre de 2015

INEVITABLE


Inevitable narra un momento crucial en la historia americana y mundial.
En este relato se cuenta el asesinato del presidente Kennedy narrado en primera persona por la bala que impactó contra su cabeza.
La historia se me ocurrió en el día de mi 32º cumpleaños, a altas horas de la madrugada, con dos copitas de más mientras que me quedé absorto contemplando una foto del coche presidencial.



INEVITABLE



INEVITABLE:
(Del lat. inevitabĭlis).
1. adj. Que no se puede evitar.

EVITAR:
(Del lat. evitāre).
1. tr. Apartar algún daño, peligro o molestia, impidiendo que suceda.
2. tr. Excusar, huir de incurrir en algo.
3. tr. Huir el trato de alguien, apartarse de su comunicación.
4. prnl. ant. Eximirse del vasallaje.


¿BUENO O MALO?

Soy un proyectil 243W del calibre 6 milímetros. Dicen que puedo alcanzar una distancia de doscientos metros.  Soy dorado, esbelto, alto para ser lo que soy.
La humanidad tiene el concepto de que soy algo malo. No recapacita sobre que ni yo ni la persona que aprieta el gatillo somos malos. Malo o bueno son conceptos relativos según los puntos de vista de las personas. Sirvo como deporte olímpico, casi como un juego, pero también sesgo las vidas de humanos y animales.
Un indio navajo consiguió un fusil de un soldado americano muerto y con él le quitó la vida a un búfalo para que su tribu pudiese comer.  Soy algo bueno. Un señorito, dueño de una finca en la España de la posguerra, mató un ciervo para probar puntería con su nueva escopeta de doble cañón. Las armas las carga el diablo.
Si un ejército entra en tu país y yo te ayudo a defenderlo, soy buena. Sin embargo, si por motivos económicos tu país quiere invadir un país vecino y yo te ayudo, las personas de ese país dirán que las armas, las balas y los que las disparan son malas.
Un ladrón entra en plena noche en tu casa, apunta a tu esposa con un arma a la cabeza y aprieta el gatillo. Un ladrón entra en tu casa, amenaza a tu esposa con un cuchillo, sacas un arma, apuntas a su cabeza y aprietas el gatillo.
La cuestión no es si "bueno o malo", la cuestión es que cuando yo salga del cañón de un arma de fuego, algo va a suceder, no habrá marcha atrás en el último momento, nada impedirá que cumpla la misión para la que me han construido y eso es inevitable.

Personalmente no estoy de acuerdo con arrebatar la vida a los seres vivientes, ya sean animales o humanos, pero sí entiendo que hay muertes que salvan vidas y que hay veces en las que, sacrificando a un peón, puedo evitar muchas más muertes, pero eso lo camuflan dándole el nombre de daño colateral.
Algo que me inquieta es saber: ¿cuándo, dónde y cuál será mi utilidad final?, ¿seré algo bueno y que sirva de provecho, o por el contrario crearé el caos, el desorden y la destrucción y seré la gota que colme el vaso para comenzar algún conflicto de mayor envergadura?





HOY ES EL DÍA

Estoy correctamente alineada con el resto de mis compañeras en una caja de cartón. Estamos rígidas, frías, impasibles. Casi tenemos formación militar dentro de esta caja. Todo es silencio. Tranquilidad que contiene las preguntas sobre cuándo cumpliremos nuestra misión. Es un momento en el que se podría decir que, si fuéramos guerreros samuráis, estaríamos rezando y meditando silenciosamente antes de la batalla. No prestamos atención a otra cosa que no sean los sonidos del exterior de esta caja que nos contiene. Seguimos rezando en silencio, inmóviles, como una panda de enfermos mentales a los que hubieran sedado y obligado a caminar lánguidos hacia el interior de una sala vacía hasta completar su aforo.
Nuestro silencioso retiro se ve interrumpido por una llamada de teléfono. La llamada es corta, dura apenas quince segundos y el receptor de la llamada cuelga sin decir una sola palabra. Rápidamente se dirige hacia el cajón en el que estamos guardadas. La caja se abre por su parte superior y unas manos nos cambian de lugar a mí y a cuatro más de nosotras. Pasamos de estar en la caja a estar en una bolsa de cuero. Aquí sólo hay desorden y un fuerte olor a cuero y a algo metálico oxidado. La cremallera se cierra y vuelve la oscuridad desalineada. Noto el movimiento de la mano que nos lleva en la bolsa y que nos deja encima de una mesa. Oigo los diferentes ruidos: los pasos del recorrido que hacen las pisadas por toda la casa en la que nos encontramos, las luces que se encienden  y se apagan, la puerta del armario de la cocina, el vaso de cristal que choca con otros vasos antes de salir, la puerta del armario que se cierra, el agua corriendo por las tuberías hasta que por fin sale del grifo, mas pasos hasta la mesa donde está la bolsa de cuero, la puerta de la calle que se abre, la puerta de la calle que se cierra, el sonido del aspersor que riega el césped, el maletero del coche que se cierra y el motor del coche que arranca.
Durante unos veinte minutos traqueteo en el coche hasta que éste se para definitivamente, no sé dónde. Me inquieta pensar cuál es mi misión, pero respiro al saber que al menos ya sé el lugar y el día: Dallas, Texas, 22 de noviembre de 1963.
La luz entra en la bolsa de cuero y la mano me saca. Una sensación de mareo producida por el contraste de la oscuridad de la bolsa y la luz del día y de los movimientos me sacude. Puedo ver que la mañana está clara, estoy en una plaza o eso creo, hay una valla blanca, árboles, algunos edificios y césped.
Me cargan en un fusil por una apertura lateral y accionan un mecanismo que me coloca en la posición exacta para salir despedida. Para bien o para mal, voy a tener la suerte de ser la primera de las cinco balas en cumplir la misión. Veo la profundidad del túnel que forma el oscuro cañón de la carabina. Aquí dentro hace frio. Hay un silencio extremo. Huele a aceite y a muerte, una muerte que se aproxima. Puedo ver un punto blanco de luz al final del túnel y cómo desaparecen, por la falta de luz, conforme se alejan de la salida, las estrías del mismo que me harán salir girando sobre mi propio eje. Algo se mueve y paso de estar en posición vertical a estar en horizontal, lista para salir. La luz blanquecina de cielo pasa a ser asfalto gris y césped verde, no puedo ver mi objetivo, mi campo de visión es circularmente reducido. Me vuelven a dejar apoyada en el suelo sobre una manta.
Oigo como poco a poco, el lugar comienza a llenarse de personas. Voces de niños y de adultos. Sin duda algo importante va a suceder aquí, esta mañana. Puedo distinguir claramente cómo la persona que me va a disparar enciende, uno tras otro, cigarros que fuma lentamente. La cantidad de cigarrillos que fuma me indica que está nervioso, pero el hecho de que intente calmarse con ese hábito y que poco a poco lo consiga, esa mezcla de estados de ánimos me demuestra que no es la primera vez que hace esto. Los minutos pasan lentamente. Yo sigo aquí: fría, neutra, indiferente, reflexionando sobre la batalla, porque voy a matar y ni siquiera sé a quién. Los gritos son cada vez más fuertes y noto como me vuelven a poner en posición horizontal. Paso de estar en una posición medianamente elevada a estar casi a ras del suelo, por lo que intuyo que el fusilero está tumbado en un montículo detrás de las vallas, agazapado, esperando su oportunidad. La culata del fusil se acaba de apoyar entre el hombro y la mejilla del tirador. Ahora puedo ver claramente el cruce de las calles Houston y Elm. Hay árboles entre medio con grandes hojas verdes, sin duda será un tiro difícil. La gente está cantando un himno patriótico que no logro reconocer al tiempo que agitan pequeñas banderas nacionales y gritan otras cosas al margen del himno. Puedo sentir claramente cómo amartillan el arma, estoy a punto de salir.
Miro fijamente el agujero del final del cañón. Sigo firme, mentalizada y concentrada en salir directamente al encuentro de mi objetivo. Mi cuerpo está helado, brillante, cargado de muerte y destrucción. La respiración del tirador se hace lenta, tanto que queda sostenida. Empiezo a sentirme letal y a contraerme llena de furia.
Un disparo suena y la multitud empieza a chillar. Todo es descontrol, incluso para mí, ya que aún no he salido del arma. Esto no estaba previsto, hay otro tirador en alguna parte de esta plaza. Han pasado tres segundos y medio y un nuevo disparo resuena fuerte. Asumo que no soy la protagonista de esta fiesta, hay otras como yo. Lo que no sé es si todas tenemos la misma misión o cada una iremos a un objetivo distinto. Oigo el click del seguro del arma, ahora sí, ha llegado mi turno. Mi interior es un torbellino. Cinco segundos más tarde noto el dolor punzante cuando, al apretar el gatillo, el percutor se me clava profundamente, recto y sin vacilar en la parte posterior. Un sin fin de gases, de fuego y de procesos químicos hacen que me dirija recta, caliente y segura por el largo y oscuro cañón, dejando atrás la vaina que  me contenía. Poco a poco, veo más cerca la luz blanca de la salida del fusil. Las estrías del cañón hacen que empiece a girar sobre mi misma en el sentido contrario de las agujas del reloj. Finalmente salgo del fusil con un sonoro y seco silbido, dejando tras de mi unos milimétricos surcos de fuego imperceptibles para el ojo humano a simple vista, una fina columna de humo y un casquillo que vuela cuando sale por el lateral del fusil.
Avanzo veloz, cortando el viento por encima de la valla blanca. A través de la plaza triangular puedo ver la cara de pánico y terror de la gente, las motocicletas de la policía de un lado a otro y el desconcierto que reina en ese lugar en ese momento. En uno de mis giros puedo ver cómo un fusil que había recostado sobre una ventana del edificio que sirve como almacén de libros para la escuela de Texas, situado en el lateral del coche, se esconde sin que nadie haya podido verlo. Ahora sé claramente cuál es mi dirección: el automóvil presidencial, el coche oficial del presidente de los Estados Unidos. La cabeza del presidente John Fitzgerald Kennedy será, inevitablemente, mi destino final.
La mujer del presidente mira incrédula a su marido que se lleva las manos a la altura de  la corbata y cuya cara refleja que aún no es consciente de que tiene una herida de bala con agujero de salida en el cuello. Conforme avanzo, puedo ver como el gobernador Conally, sentado de copiloto en el coche, aun teniendo una herida de bala en la parte derecha de su pecho, otra en la mano derecha y una tercera cerca de la rodilla izquierda, se vuelve para mirar al presidente. El vestido rosa de Jackie ha sido salpicado por diminutas gotas de sangre que salen de la herida del presidente. Debido al primer impacto, la cabeza del presidente está más baja, lo cual favorece el éxito en mi trayecto. En esos momento sólo deseo abrir esa cabeza en cuantos más pedazos mejor y cumplir con mi deber. Siento que gano velocidad y que mi punta va perdiendo durante el trayecto todas las moléculas de polvo, aceite y otras sustancias que no necesita para hacer blanco. La señora Kennedy aprieta el cuerpo de su marido contra el suyo en un intento de sanarle las heridas. El coche presidencial camina a algo menos de veinte kilómetros por hora por lo que no me resulta nada fácil entender que cumpliré mi mandato con éxito. Sigo caliente tras haber salido del rifle y recorrido casi entera la plaza Dealy.
Esta es mi gran actuación, el acto final, el último y clave momento en el que una bala llega a su destino. Súbitamente impacto contra la parte occipital derecha de la cabeza de John. Perforo esa parte del cráneo con un limpio y redondo agujerito que deja marcada mi minúscula forma en el hueso.  A medida que avanzo por la prodigiosa y presidencial cabeza, voy desgarrando todo tipo de fibras y tejidos, atravieso un mundo rojizo y viscoso lleno de informaciones contradictorias e impulsos eléctricos que, debido al impacto, no consiguen conectar entre ellos. Cuanto más diminutos rebotes y roces sufro ahí dentro, mayor es el daño que voy provocando a mi paso. Me siento ganadora, una heroína por estar haciendo bien mi trabajo. Noto como si empezase a crecer físicamente dentro de esta cabeza. Un sentimiento equivalente a la adrenalina humana me va consumiendo. Un afán por destruirlo todo me invade. Lamento ahora no ser de un calibre mayor para reventar y crear más destrozo a mi alrededor. Lamento profundamente no ser una bomba de hidrógeno para poder fundirlo todo hasta dejar irreconocible al mundo. Finalmente salgo por la parte trasera de la cabeza, produciendo un agujero de salida bastante irregular y mucho más grande que el que provoqué a mi entrada y del que salen todo tipo de fluidos, trozos de cráneo y una fina nube de sangre. Vuelvo a estar libre, suspendida en el aire, pero deformada. Ya no conservo mi estructura lineal y aerodinámica, ni mi vuelo recto y preciso. Me pierdo tanto físicamente como en mis pensamientos, no sé dónde he llegado a caer cuando mi velocidad de avance ha llegado a cero.
Desde mi posición puedo ver como Jackie, asustada y fuera de sí, solo sabe inclinarse sobre el cuerpo de su marido e intentar recoger infructuosamente los pedazos de cráneo, cerebro y todo lo que ha salido de la malograda cabeza del presidente y que ahora se ha depositado en la cubierta del maletero. Oigo el acelerón del Lincoln que transporta el cuerpo herido, las carreras del equipo de seguridad y a alguien que grita algo sobre un humo detrás de un vallado blanco.
Estoy en el suelo, deformada, tibia, sin fuerzas, tremendamente relajada tras la destrucción y el cambio que acabo de provocar en la historia  del mundo, contenta por haber cumplido mi misión. Alguien me recoge, me mete en una pequeña bolsa de plástico transparente y me guarda en su bolsillo. Ni yo ni nadie sabemos quién es ese hombre que me ha recogido, ni mucho menos a dónde me lleva, pero eso a mí ya no me importa. Me importa más la guerra interna que tengo sobre  si ese hombre merecía o no morir, si su muerte ha sido provechosa para unos o para otros, o si con ella he evitado que más personas corrieran su misma suerte.
¿Hubiera preferido otro objetivo?, ¿hubiera preferido quedarme en aquella caja de cartón junto al resto de proyectiles? Sea cual sea mi respuesta, ya no importa, lo que importa es que alguien, por algún motivo, quería matar al presidente y, desde que apretó el gatillo parar llevar a cabo aquella idea, ya era algo inevitable.