jueves, 3 de marzo de 2016

LISTON



Ya lo dijo Joaquín Sabina: "Hay que traicionar a los fans un poquito en cada disco". También lo cantó Enrique Bunbury:

¿Por qué siempre conviene
alegrar a la gente?
También de vez en cuando está bien
asustar un poco.

Creo que de vez en cuando está bien ver alguna película donde no ganen los buenos y por eso he querido contar la historia de uno de los combates de boxeo más emocionantes de la historia desde el punto de vista del campeón derrotado en lugar de hacerlo desde la esquina del joven aspirante y ganador.

LISTON




Noto mis pies pegados al suelo, es como si llevase plomo en las botas, como si intentase caminar con unos imanes en los pies sobre una superficie. Las piernas apenas me responden y ese cabrón no para de girar a mi alrededor como un satélite lo haría sobre un planeta, hace círculos, me golpea, me sonríe, me marea, sigue girado y me vuelve a golpear. Es rápido, casi no veo por donde vienen sus puños. Intento cubrir mi cabeza pero sus golpes van a mis costillas, me cubro los costados pero su potente directo se estrella en mi mejilla derecha, me ha vuelto a hacer lo mismo y se ha ido bailando, describiendo círculos a mi alrededor. Dos nuevos golpes me llegan al costado y hacen que me incline hacia la derecha con la guardia baja, esta vez es su mano izquierda la que vuelve a golpearme en la cabeza y él vuelve a retroceder.
No oigo nada, no sé cuántos miles de personas habrá aquí esta noche pero de alguna forma he conseguido aislar cualquier sonido del público, los gritos de mi equipo desde la esquina dándome órdenes, los periodistas retransmitiendo el combate. He logrado hacer enmudecer en mi cabeza a toda Florida esta fría noche de Febrero de 1964. Ni un solo ruido, ni una sola voz salvo la de él que no para de insultarme durante toda la pelea. Solo oigo mi respiración, pesada, lenta y trabada; sus botas sobra la lona, a cada paso es como si un terremoto pasase por el Convention Hall con un sonido grave; sus insultos, "oso feo", no me gustan, me hace enfurecer. Me lleno de rabia, dolor, amor propio y me lanzo hacia él.
Avanzo un paso largo, cargo mi puño izquierdo, veo claramente la distancia que falta hasta su mentón, noto una claridad absoluta en esa acción. La dirección exacta en la que canalizo toda mi rabia en un solo golpe. Disparo mi mano cerrada, apretando el guante como si fuese el último directo que fuera a lanzar en mi vida pero él vuelve a girar. Mi golpe se pierde entre la luz que proyectan los focos y el polvo que se levanta de la lona.
Descubro un nuevo sonido, el de sus puños acolchados que golpean mi cabeza primero y la boca del estómago después con la fuerza de un cañón. Un sonido seco, potente, ácido, antiguo. Levanto las manos para protegerme la cabeza de sus siguientes golpes. Me cuesta hacerlo, cada movimiento que hago merma mis fuerzas. Siento el sudor que cubre el cuero de mis guantes cuando intento taparme la sien. Ya estoy listo para devolver el golpe justo cuando vuelva a atacarme... Pero no me ataca, está lejos, se ha ido bailando.
Bajo la guardia, un dolor caliente e insoportable sube desde la boca de mi estómago hasta el pecho y se aloja allí. Noto cómo esos dos últimos puñetazos en el estómago me han vaciado los pulmones y me estoy ahogando. Abro la boca para absorber todo el viciado y cargado aire que nos rodea. Puedo oler el perfume de alguna mujer de las primeras filas, el de los cigarrillos de los periodistas, la cerveza barata del bar del pabellón. Me cuesta digerir todo eso y siento que mi capacidad pulmonar se ha reducido a la mitad con sus últimos golpes.
El árbitro se coloca frente a mí y pone sus manos sobre mis hombros mientras me  comenta algo. Algo a lo que solo sé responder con un gesto afirmativo de mi cabeza y un leve empujón para apartarlo de mi camino. Mis puños están en guardia, mis pulmones han vuelto a llenarse y el dolor del pecho se ha ido con la última bocanada de aire que expulso.
Avanzo hacia él, lanzó dos golpes curvos con cada mano, casi a ciegas, confiando más en la potencia que en la precisión. Es un fantasma, ha vuelto a desaparecer y un nuevo puñetazo me abre el pómulo izquierdo, y otro me inflama el derecho y otro más sobre la misma zona, incluso me lanza un cuarto y vuelve a bailar y a tomar una distancia prudencial que le mantenga a salvo de mis golpes. Insiste en mantener esa distancia poniendo su guante sobre mi frente, apartándome firmemente con su robusto brazo.  
Esa es su técnica: Una combinación de golpes alados lanzados a una velocidad de vértigo; un preciso y simple paso al lado opuesto en el momento oportuno que le proporciona una huida lateral; una distancia de seguridad, un metro, medio metro quizás, no necesita más; un juego de piernas que distraiga mi atención y vuelta a empezar. Golpeando todo mi cuerpo como el  gran martillo que tañe la pesada campana de una catedral, presurosa y ligera como el pequeño martillo que repiquetea las campanitas de un despertador.
El dolor es insoportable, a duras penas puedo ver a través de mi ojo derecho. Por mi ojo izquierdo puedo ver mejor ya que el corte ha provocado que la sangre que inflamaba el párpado inferior saliese bajando así la inflamación y haciendo que pueda abrir más el ojo. La siento bajar por mi mejilla, mezclarse con el sudor y dejarme un regusto amargo en la goma del protector bucal. Siento pinchazos en las piernas, se me aflojan, no podré mantenerme en pié mucho tiempo más.
Vuelve a abrir su boca para insultarme. Aparto de un manotazo su puño de mi frente y lo vuelve a colocar mientras que se ríe dando un paso atrás y grita que soy un oso feo. Vuelvo a quitar su puño de mi frente con mi mano izquierda y le golpeo en el cuello con mi mano derecha. Dos golpes rectos hacen que la herida de mi párpado se haga más grande.  Doy un nuevo paso hacia atrás y me paro a mirarle a la cara mientras me protejo la herida con el guante. Estoy ardiendo.
Sigue bailando y saltando alternativamente sobre la punta de sus pies. Él también me observa, me estudia, intenta ver por dónde vendrá mi próximo golpe para saber qué pie debe mover para hacerme la esquiva. Su voz vuelve a taladrar mi cabeza. El silencio me hace sentir mal, no oír nada me hace ser consciente de que no estoy bien. Noto mi respiración más y más pesada. El sonido punzante y agudo de la campana de los jueces de mesa indican que el sexto asalto ha terminado. Bajo la guardia y lentamente me dirijo a mi rincón donde ya han colocado mi taburete. Por el rabillo del ojo puedo verle bailar en mitad del cuadrilátero. Se ha quedado con las ganas de más. No le hace falta descansar. No regresa a su rincón. Me tiene odio, rabia, quiere lo que yo tengo. Jamás he visto tanto empeño ni vehemencia por conseguir algo y lo quiere ya. Me ha costado mucho llegar hasta aquí y no pienso entregárselo fácilmente.
Me dejo caer sobre el taburete y dejo reposar mis cansados puños sobre las cuerdas que forman el ángulo de mi  esquina. Casi no puedo respirar con todo mi equipo encima de mí dándome órdenes que no oigo. Solo quiero un minuto de silencio y tranquilidad para recuperarme. No dejo de oír la palabra "Campeón". Unas manos meten sus dedos en mi boca, me sacan el protector y aunque me alivia también me provoca una arcada. Alguien agita violentamente una toalla frente a mí provocando una corriente de aire caliente que si bien al principio me alivia luego no hace más que marearme. El clic de las máquinas fotográficas de los periodistas se me clava en mitad del cerebro. Siento mis piernas temblando. Los músculos están palpitando tanto que bajo la mirada para verlos. Noto espasmos en los cuádriceps y aductores lo que me preocupa bastante. Unas manos empiezan a masajeármelos.  Las botas me pesan y estoy incómodo con ellas, quiero quitármelas. No dejo de mover los pies para tratar de encontrar la postura en la que  estoy más cómodo. Una mujer en bañador se pasea por el ring, contoneándose, mientras muestra un cartel con un enorme número siete en el centro. Las manos de uno de los ayudantes de mi entrenador colocan una bolsa de lona con hielo sobre la inflamación de mi pómulo derecho, no sin antes refregármela por la cabeza y la nuca. El médico me pasa unos bastones de algodón por la herida sangrante del pómulo izquierdo a la vez que los combina con algo tan frio que me hace que mi dolor aumente. Noto la garganta seca. Alguien mete un tubo fino de plástico en mi boca, no sé si esa sensación de sed la he comentado en voz alta o simplemente ha pasado por mi cabeza pero empiezo a absorber por el tubo y un agua demasiado caliente para refrescarme y demasiado fría para pasar por mi garganta me llena la boca. Trago casi todo lo que absorbo salvo el último trago sorbo. Con él humedezco mis inflamados y ensangrentados labios. Me inclino para escupir ese último trago de agua en un cubo metálico que han colocado a mi izquierda. Con la cabeza agachada para escupir siento mareos y nauseas. Quiero vomitar. Noto el trago de agua que he bebido bailando en mi estómago vacío como una pesada y fría canica de acero en una botella de cristal. Cuando intento incorporarme sobre mi taburete giro la cabeza hacia el rincón opuesto. Veo que ese hombre negro ya está en pie. Su mirada sigue expulsado fuego y oído. Vuelve a lanzarme ese sentimiento de querer lo que yo tengo y me hace saber que me lo va a quitar. Me introducen el protector en la boca. El sabor a sangre vuelve.
Suena la campana para iniciar el séptimo asalto. Clavo las plantas de mis pies en el suelo, apoyo mis guantes sobre mis propias rodillas para impulsarme. Cuando levanto mi negro y pesado culo del taburete, noto que me tambaleo y que unas manos me agarran por las axilas y me ayudan a mantener el equilibrio. No puedo ponerme en pie, estoy demasiado cansado y me desplomo sobre mi taburete. Intento levantarme nuevamente, mi cuerpo es demasiado lento y pesado, mis músculos y huesos no son capaces de sostenerse los unos a los otros. Veo nublado y siento fatiga. No puedo seguir peleando. No quiero seguir peleando. Asumo mi derrota. Me ha vencido. Escupo el protector.
Con un parpadeo el ring se llena de gente. No sé de dónde habrán salido todos pero puedo ver periodistas, policías, médicos, promotores y el personal de los dos equipos. Él se vuelve loco. Una y otra vez, subido a las cuerdas del ring, señala a alguien del público, gritándole algo que apenas puedo entender, abriendo la boca como si quisiera comerse el mundo de un solo bocado.
Soy consciente de que ya no soy el campeón.

1 comentario:

  1. Tengo varias cuestiones con esta historia! por un lado he sentido que quería el ángulo contrario como con "los cassidy" :) me ha intrigado que estaría pensando el aspirante...

    Por otro lado, para un desconocido de esta materia como yo (salvo ver las películas de Rocky) me has hecho sentir muy de cerca la sensación de un combate. Quizás sea porque has practicado este deporte pero ha estado muy bien como lo describías.

    Y por terminar con algo de crítica, he visto un relato que iba sin parar con la tensión pin pin pin hacia arriba todo el tiempo y de repente ha terminado de sopetón. Igual lo has hecho queriendo pero quizás una bajada final con las últimas sensaciones del "vencido" hubieran estado bien.

    Sigue así tío, engancha que da gusto.

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