martes, 25 de abril de 2017

UNA SIESTA DE AGOSTO



¿Acaso no hemos tenido todos alguna vez un vecino al que nos hubiera gustado que un rayo lo fulminase? Ya fuera por su mal comportamiento, por protestar de todo en las reuniones de la comunidad o por montar jaleo a cualquier hora del día. Yo también lo he tenido y, dentro de mi mente, también deseé que “desapareciera”. Como en una película de Woody Allen, pasé largas  horas pensando en cómo lo haría sin ser descubierto. Me atraían dos maneras muy distintas de llevar a cabo mis planes, así que ¿Por qué no contaros las dos?
Me gustaría aclarar, no sin una dosis de humor sarcástico que, si en los próximos días, por desgracia para él, mi vecino fallece en extrañas circunstancias, no he tenido absolutamente nada que ver con el evento.

Ahora, a disfrutar y a leer…

UNA SIESTA DE AGOSTO






-¡Me la bufa! ¡Así que, ya te estás largando de aquí! ¿Te enteras, chino de mierda?- Así contestó el gordo y mal educado vecino del bloque de enfrente cuando el anciano señor Kasaki, presidente de la comunidad del edificio, le hizo su petición.
-No soy chino, soy japonés- Le contestó tranquilamente.
-Me importa un soberano cojón de pato. ¡Como si eres tailandés! Vete a tomar mucho por culo de aquí.- Zanjó la conversación de un portazo.

Kasaki sólo parpadeó cuando la corriente de aire del portazo golpeó su cara. Lentamente se giró y comenzó a andar cabizbajo hacia el ascensor de vuelta a su casa. -Esto no puede quedar así, no puedo defraudar a mis vecinos y traicionar su confianza fracasando en la misión que me han encomendado. Ese hombre no atiende a razones, es imposible razonar con él.- Pensó. El ascensor llegó. Antes de subir en él se sintió ultrajado, despreciado, le habían faltado el respeto, a él, a sus vecinos y a todo su pueblo. Cerró fuerte los ojos  “Cumpliré mi misión, mi venganza será terrible” Pensó en su idioma natal. Abrió los ojos y pulsó el botón “B” para bajar.
-¡Me la bufa! ¡Así que, ya te estás largando de aquí! ¿Te enteras, viejo de mierda?- Así contestó el gordo y mal educado vecino del bloque de enfrente cuando el señor Kozlowski, presidente de la comunidad del edificio, le hizo su petición.
-Se lo estoy pidiendo por favor. Si no atiende a razones aténgase a las consecuencias, se lo advierto- Le contestó tranquila y firmemente.
-¡Se lo estoy pidiendo por favor!- Imitó la voz del anciano- ¡Como si te presentas con todo el ejército de salvación! Vete a tomar mucho por culo de aquí Rambo. - Zanjó la conversación de un portazo.

Kozlowski dio un rápido paso atrás y se cubrió la cara con un brazo cuando vio la pesada puerta en movimiento en dirección a su cara. Recobró la compostura tras el portazo, colocó los brazos en jarra y se quedó sintiendo cómo era observado por su vecino a través de la mirilla. -¿Aún estás ahí, soldado Ryan? ¡Que te largues ya, coño!- Escuchó gritar desde el interior de la vivienda. Sonrió complacido y comenzó a andar con paso marcial hacia el ascensor de vuelta a su casa. -Este pedazo de hijo de la grandísima puta se va a enterar de quién es el Sargento Mayor Kozlowski. Tengo una misión y la voy a cumplir. Este mal nacido se va a comer sus palabras.- Pensó. El ascensor llegó, antes de subir en él se sintió vivo, hacía mucho tiempo que no sentía algo así, un cosquilleo por todo su cuerpo, felicidad ante el regreso de esa sensación que creía que no volvería a tener. “Has empezado una guerra pero yo la voy a ganar” Se atusó su poblado y despeinado bigote, sonrió al espejo del ascensor y pulsó el botón “B” para  bajar.



Llegó a su casa. La música del shamisen y el olor a incienso de su hogar le tranquilizaba -respiró profundamente- pero no le hacía olvidar. Se dirigió a la habitación que usaba como almacén y comenzó a retirar toda clase de viejos artículos y utensilios de cocina que había ido reemplazando en el restaurante que montó cuando llegó a Sevilla, hacía ya más de cincuenta años, huyendo de su anterior trabajo como sicario para la mafia en Japón. Tras quitar un viejo y destartalado ventilador, por fin encontró lo que buscaba. Allí estaba, cubierto por una sábana blanca, su baúl de caña de bambú y hebras de mimbre y cuero. Lo abrió lenta y ceremoniosamente y comenzó a sacar todo lo que allí había.
Llegó a su casa y de un portazo cerró la puerta, ansioso por comenzar los preparativos para la misión, ante la atenta mirada de su perro. La música que emitía su vieja gramola le excitaba haciéndole respirar dificultosamente. Se dirigió a la habitación donde, como en un museo, había ido almacenando todas sus pertenencias militares tras sus más de cincuenta años de servicio en el ejército de estados unidos. Ahora sólo era un viejo veterano de la segunda  guerra mundial, de casi noventa años, que pasaba su merecido retiro, disfrutando del clima de la costa de Málaga, gastando comedidamente su pensión. Tras quitar un par de estanterías llenas de fotos de su juventud combatiendo en Francia, por fin encontró lo que buscaba. Allí estaba, cubierta por una gruesa lona verde, su gigantesca caja metálica. La abrió moviendo ágilmente sus arrugados y huesudos dedos sobre las gastadas ruedecillas del candado y comenzó a sacar todo lo que allí había.



La lavadora no dejaba de dar vueltas lavando aquel uniforme oscuro que pronto volvería a respirar. Suave y sin fricción sentía la piedra deslizándose, afilando el acero que de vez en cuando desprendía algún destello de luz cuando el sol se reflejaba en él. Una pequeña gota de sangre brotó de su dedo al sentir el agudo filo de la estrella metálica. Como un antiguo instrumento de viento, sonó la caña hueca de madera al ser soplada para despejar la suciedad que pudiera haber en su interior. Las pequeñas plumas habían perdido parte de su belleza pero aún servirían. Estaba seguro.
La percha y la funda habían conservado sin una sola arruga, ni mota de polvo aquel uniforme verde lleno de parches y galones que contempló con añoranza e ilusión. Aceitoso y grasiento se deslizaba el trapo húmedo por las distintas piezas metálicas que aún olían a pólvora. Revisó las fechas y el estado en el que se encontraban las reliquias que volverían a estar de servicio aquella misma noche. Frente al espejo del baño, se afeitó y volvió a dar forma a su bigote, que en un instante pasó de ser un canoso mostacho, poblado y despeinado, a ser un bigote acorde con lo establecido en el libro de reglamento del soldado del ejército de los estados unidos.



Salió a su balcón donde, desde hacía ya rato, la ropa se había secado. Apoyó sus puños cerrados contra la barandilla y, oyendo la melodía de los diferentes pájaros enjaulados, contempló los últimos rayos de sol. Después, giró la cabeza y miró el gigantesco edificio donde su gordo y grasiento vecino vivía. Necesitaría un punto estratégico más alto y sabía perfectamente cuál era. Solo debía ser paciente y esperar a que cayese la noche.
Sobre la pared, clavadas con chinchetas, colgaban fotos impresas recientemente, tomadas con su móvil o descargadas de Facebook de sus objetivos, la ventana de su gordo y mal educado vecino. En la mesa se extendía un mapa del barrio en el que vivía, lleno de líneas de diferentes colores, algunas curvas y otras rectas. Había cálculos matemáticos y algoritmos que contemplaban factores como la velocidad y dirección del viento o las diferentes distancias y altitudes entre los dos edificios marcados como los puntos  A y B respectivamente.
Con su boina calada hasta las cejas y sujetando una taza metálica de humeante café con la mano derecha mientras la izquierda, en forma de puño, golpeaba suave, ansiosa y rítmicamente la mesa a intervalos de diez segundos, contemplaba satisfecho toda aquella información esperando que llegase la hora prevista. Todo estaba calculado al milímetro y nada iba a fallar.



Silencioso e inmóvil, en mitad de la ruidosa noche, oculto como una serpiente entre la maleza, fundiéndose en una sola figura con la antena que coronaba la azotea de su edificio. Así se encontraba el señor Kasaki, esperando el momento preciso para empezar a actuar. Casi imperceptible, un suspiro salió de sus ancianos pulmones. Su mano enguantada se dirigió al hombro del brazo contrario y, sin perder de vista la diminuta ventana iluminada en la lejanía del edificio de enfrente, tomó una estrella metálica. Fugaz, rápida y dando vueltas sobre sí misma atravesó el oscuro y cálido cielo hasta llegar a su objetivo, la habitación de su gordo e incomprensivo vecino, donde puso punto y final a su viaje destrozando el módulo principal del potente equipo de sonido con el que su vecino disfrutaba. Se hizo el silencio en el barrio.

De inmediato sintió lástima por lo que, seguro, pasaría en breves instantes.
Silencioso e inmóvil en mitad de su habitación.  En cuclillas junto a la ventana, escondido bajo una lona oscura que cubría una estructura angulosa y con su pequeño lanzacohetes apuntando al edificio de enfrente. Era imposible que desde el exterior alguien pudiera descubrirlo. El mimetismo con el entorno era perfecto. Así, con las pulsaciones reducidas al mínimo y una respiración profunda y tranquila, esperó casi una hora el Sargento Mayor Kozlowski hasta que finalmente la alarma de su teléfono móvil emitió un simple y apagado ¡BIP!
Simultáneamente, con la mayor precisión temporal, el dedo pulgar del viejo soldado accionó el pequeño lanzacohetes, una pequeña bomba de humo, cuyo sonido fue cubierto por el alto volumen de la música que azotaba al barrio, que atravesando rápidamente la oscura noche, entró a la perfección por la ventana de su vecino, mientras Kozlowski seguía el recorrido a través de una mira con visión nocturna que le daba a los edificios un color verdoso. Apartó los ojos del visor y sonrió satisfecho al ver como la primera parte de su plan había sido todo un éxito. Rápidamente, acomodó la culata del fusil sobre su hombro, apoyó la mejilla y, mientras esperaba a que su vecino apareciera.




Cerró sus ojos y durante unos segundos recordó cómo con apenas catorce años cometió en Wakayama su primer asesinato por encargo. Recordó cómo tras recibir la mitad del dinero por el encargo, aguardó horas boca arriba bajo la cama de matrimonio de un hotel a que su objetivo, un político cuyos pensamientos políticos interferían con las intenciones mercantiles de la persona que lo contrató, se acostase. Desenfundó su pequeña espada y con un solo golpe atravesó el colchón y el tórax de aquél hombre. Retorció la espada y no paró de hacerlo hasta que sintió cómo los huesos de la espalda de su víctima crujían y dejaban de moverse. Después, salió de la habitación por el mismo lugar por el que había entrado, la rejilla del conducto del aire acondicionado del cuarto de baño del hotel.
Recordó cómo en 1944,  siendo aún un simple cabo, desde la torre del campanario de una iglesia en Vichy, con su fusil de mira telescópica y a algo más 850 metros de distancia, acertó un disparo sobre la cabeza del conductor de un camión militar que atravesaba un puente trasportando soldados alemanes. Aquél camión terminó destrozando la baranda del puente y cayendo al rio Allier, causando la muerte de los veintisiete soldados, incluyendo cinco oficiales, que en el viajaban.



-¿¡Pero qué coño pasa ahora!?- Gritó el vecino al llegar a la habitación donde se encontraba el maltrecho equipo de música.
-¿Qué carajo es esto?- Se preguntó cuándo, no sin esfuerzo, logró sacar la estrella metálica del equipo de música. ¿Por dónde había entrado aquella estrella? Miró a su alrededor hasta que fijó la vista en el único sitio por donde el objeto podía  haber entrado. Sorprendido, miró hacia la ventana y caminó hasta ella, adivinando la pequeña figura que se dibujaba a lo lejos, aferrándose a la antena de la azotea del edificio de enfrente.
El delgado y oculto samurái, con un rápido movimiento, descolgó de su espalda la fina y ligera cerbatana, cargó una diminuta punta de flecha adornada con una pequeña pluma roja y, llevando el mortal instrumento a sus labios, lanzó una bocanada de aire que disparó el dardo hasta el vecino provocando que un largo y rojo chorro de sangre saliera de su grasiento cuello como la estatua de un ángel de piedra expulsa agua en el centro de una fuente. El gordo se llevó las manos al pescuezo y horrorizado, dando vueltas como una peonza, contempló cómo la sangre, sin tregua, manchaba todas las paredes de la habitación.
-¿¡Pero qué coño es esta humareda!?- Gritó el vecino, dando un salto del sillón situado frente al ordenador desde el que manejaba el equipo de música que tronaba. Con los ojos hinchados, rojos, llenos de lágrimas, entre la asfixia y la tos, se dirigió tropezándose con todos los muebles a través de la habitación llena de humo hasta la ventana para poder respirar. Asomó su gorda y redonda cara y desde la lejanía, el anciano Sargento Mayor sonrió levemente al fijar en el centro justo de la verdosa mira telescópica de su fusil la enorme cabeza. El viejo contuvo la respiración un par de segundos, entornó el ojo que tenía abierto, quitó el seguro del arma y finalmente apretó el gatillo con su dedo índice. El sonido del casquillo fue más ruidoso que el de la salida de la bala a través cañón. Acto seguido, la cabeza del ruidoso vecino se abrió en mil pedazos expulsando sangre y huesos como cuando un niño revienta en el día de su cumpleaños una piñata con un palo. El cuerpo exangüe del gordo permaneció en pie unos segundos, tembloroso, decapitado, apoyado en el alfeizar de la ventana hasta que, final mente, cayó dentro de la habitación.





Por fin había cumplido lo que sus vecinos le habían solicitado. No había sido de la manera en la que le hubiera gustado pero eso ahora ya no importaba. La cuestión era que ya no se escucharía más en el barrio la atronadora música que aquel vecino mal educado ponía molestando a todos, sin importarle que fuera la hora de la siesta de una tarde de agosto.

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