LA LEYENDA DE FRANCISCO "EL HOMBRE"
La música de acordeones, tambores y guitarras sonaba
viva y rápida desde la tarima a un mismo compás. Las muchachas con vestidos
blancos bailaban alegres con sus novios o con los jóvenes que, estrenando traje
y sombreros de colores claros, pretendían serlo. Eran días feriados en Riohacha
y aquella noche todo el mundo salió a festejar a la plaza, incluido Francisco
Moscote, famoso acordeonista, conocido y aplaudido en todo el departamento.
Los lamentos y aplausos se mezclaron en el aire
cuando el músico se despidió cariñosamente tras terminar su última canción
súbitamente, como debe acabar un vallenato.
Terminaba ya su cuarta botella de ron con sus amigos
y vecinos del lugar cuando decidió colgarse a la espalda su acordeón para
emprender el viaje de vuelta a casa, no sin antes pagar una última botella para
el camino. Tambaleándose y con la sonrisa empapada en sudor y alcohol, desató a
su burro y, tirándole de la soga, caminó con él hasta la salida del pueblo,
saludando a los vecinos que volvían a sus casas después de la fiesta tocándose
el ala del sombrero.
Francisco siempre había sido un hombre de honor,
querido y respetado, valiente y cabal pero, ya fuera por el alcohol o por el
enrarecido cielo oscuro adornado con nubes violetas que parcialmente ocultaban
la luna con sus diferentes formas y que a él se le antojaba anticipo de mal augurio,
sentía temor hasta de su propia sombra que, mezclada con la de su burro, se
proyectaba deforme en la pared dando lugar a una extraña y oscura criatura,
mitad humana mitad equina.
Llegado a la
selva se detuvo, sintió cierto pavor, se le antojó más negra y oscura de
lo habitual pero se convenció a si mismo de que nada malo le esperaba en el
interior de la naturaleza. Había recorrido aquella espesura mil veces en su
vida y conocía todos los caminos de la Guajira, desde Riohacha hasta Machobayo,
donde nació. Lejos del calor de la plaza del pueblo y del abrazo de la gente,
sintió cómo el frio de la noche comenzaba a calarle hasta los huesos así que le
dio un largo trago a su botella de ron, se colocó su ruana y subió a su burro
para adentrarse en la selva.
Entre trago y trago de ron, tarareaba viajas
canciones del lugar, repasando las historias de los hombres de Colombia y de los lugares que en
ellas se contaban, historias que, generación tras generación, se habían ido
pasando y a las que alguien, en algún momento, decidió ponerles música. La
niebla se hacía espesa y las sombras de los árboles y de las aves nocturnas se
hacían cada vez más fantasmagóricas. Ocurrió entonces que, de tanto alcohol,
Francisco sintió la llamada de la naturaleza y su vejiga le pidió orinar.
Descendió de su burro al que le pidió con un arrumaco que no le abandonase,
buscó el oportuno tronco de un árbol y comenzó a orinar. Miró a la copa de un
árbol donde, desde una rama, un búho le miraba con sus enormes ojos amarillos.
—Buenas noches
pequeño— , le saludó Francisco, que solo obtuvo un giro de cabeza de ciento
ochenta grados como respuesta por parte del animal. “Mal educado” pensó
sonriendo mientras se vestía caminando hacia su burro para continuar su regreso
a casa cuando un fuerte olor a azufre llegó hasta su nariz. ¿De dónde provenía
aquel olor?
Montó temeroso y reanudó el camino mirando a su
alrededor, contemplando las siluetas de
los oscuros árboles, temiendo los amarillos y encendidos ojos de los animales
que le observaban agazapados en la maleza, acongojado por los sonidos de las
aves nocturnas que graznaban a su paso. El olor a azufre se hacía más y más
intenso. Decidió entonces descolgarse el acordeón de la espalda para tocar y
espantar su miedo haciendo así más llevadero el camino. Iba ya por la tercera
canción cuando entrando al compás exacto, en el momento oportuno, otro acordeón
le contestó en la lejanía, devolviéndole mejorada la misma melodía que él
tocaba. —¿Quién va?— Preguntó Francisco a la negra noche dejando de tocar. Solo
obtuvo por respuesta otra estrofa de acordeón. ¿Quién sería la persona que con
gran destreza le retaba en duelo musical? Esta vez fue él quien continuó con la
siguiente estrofa de la misma melodía. Cuando terminó la canción, bajó del
burro y caminó un par de pasos con su acordeón sobre el pecho. El olor a azufre era insoportable y
las nubes violetas que taparon completamente a la luna hicieron que la selva
fuera completamente oscura. Volvió a colocar sus dedos sobre las teclas del
acordeón y comenzó una nueva canción provocando a su rival para continuar el
duelo musical. Un par de notas antes de terminar su estrofa, el otro acordeón
tomó el relevo de la melodía y subió el nivel de la competición, a lo que
Francisco respondió con mayor viveza y mejor ejecución tras aguardar su turno.
Las estrofas, vertiginosas, se sucedían una tras otras. Si un músico aumentaba
el ritmo, el otro lo duplicaba, si uno tocaba con notas agudas, su rival bajaba
hasta sonidos tan graves que casi eran imposibles. Los oídos de Francisco
parecía que iban a estallar, sus dedos se movían ágiles y casi descontrolados
por el teclado, los acordeones se pisaban tocando las mismas notas, ninguno de
los músicos le daba un segundo de tregua al otro. La espalda de Francisco
comenzaba a humedecerse por el sudor del esfuerzo en el duelo mientras se
preguntaba quién sería aquel hombre que tan duramente le hacía frente y que
parecía saber todas las canciones de antemano. Nada podía pararles hasta que,
de repente, un brillante haz de luz cegó a Francisco y le hizo caer al suelo
mientras se cubría el rostro con su acordeón. La música cesó, la luz aún seguía
allí y Francisco bajó lentamente su instrumento al tiempo que abría los ojos.
Cuando su vista se acomodó al cambio de luz, contempló horrorizado la figura de
casi tres metros de alto que se encontraba frente a él. Era delgado, con una
estructura equina de cintura para abajo, tal y como su propia sombra había
reflejado sobre la pared esa misma noche al salir del pueblo. Su pecho estaba
desnudo, cubierto solamente por un acordeón. Desde los laterales de su cabeza
crecían dos enormes cuernos curvos que acababan en punta. Entendió el músico,
desde el suelo, entonces, que la persona que le estaba retando en aquel duelo
musical era el mismísimo demonio y que si perdía en aquel duelo, este, se
llevaría su alma dejando su cuerpo muerto a merced de las bestias de la selva.
Urdió Francisco un plan para asegurarse la victoria en aquel duelo, comenzó a
tocar una melodía nueva, una que el demonio desconocía y no podía igualar, ni
si quiera tocar, el credo al revés con su acordeón. Tuvo que hacer un esfuerzo
para colocar mentalmente cada compás al revés, cosa que despistó a Satanás,
hasta que finalmente logró reordenar toda la melodía en orden inverso. Tal fue
la impotencia del demonio al no poder superar la destreza de Francisco que
finalmente dio por perdido el duelo y volvió de regreso al averno. El brillante
rayo de luz desapareció dejando a oscuras en mitad de la selva al músico de
Machobayo.
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Dedicado a mi amiga Luz, abanderada y gran defensora de su tierra y de sus costumbres, Colombia.
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