lunes, 31 de octubre de 2016

EL PARQUE



Esta es una historia a la que podríamos calificar de angustia, terror psicológico, casquería. Ponedle el adjetivo que veáis más acertado una vez que la hayáis leido.

La curiosidad de este relato está en que no lo escribí en un documento Word, la curiosidad se encuentra en que lo escribí para mi amiga Sara, a la que cada noche le mandaba un whatsapp con un párrafo del mismo. Creo recordar que estuve algo más de una semana escribiéndoselo sin saber cómo lo continuaría la noche siguiente. Fue una vez terminado cuando pensé “Esta guapo” lo reescribiré todo junto en un sólo documento y ahora vosotros tenéis la posibilidad de leerlo.

Aunque lo publico hoy, no es un relato nuevo, ya se lo envié por privado hace tiempo a algunas personas cuando lo escribí en el 2012, y las reacciones fueron muy diferentes. La que más me impactó fue la de una amiga, cuyo padre era “Funcionario con derecho a usar armas de fuego”, que al finalizar de leer me llamó GILIPOLLAS y me confesó que lloró porque su padre le contaba historias parecidas y reales. De modo que solo me queda aconsejaros a los que seáis “De pellejito corto” que NO LO LEAIS y a los que os guste pasar miedito que disfrutéis de él.






EL PARQUE




            Imagina que caminas sin ningún tipo de compañía por el parque, a plena luz del día, mirando los familiares y altos árboles que  te han visto crecer, a cambio de que veas cómo mudan sus hojas una y otra vez, año tras año. ¿Cuántas veces has paseado por allí? Desde siempre, desde tu infancia. Recuerdas incluso a tu madre sacándote de el carrito y dejándote sobre la hierba para que jugases.
Recuerdas ver los mismo delgados y coloridos árboles frutales, ahora casi sin hojas debido a la época del año en la que estamos; los antiguos y robustos árboles por los que tanto te gustaba trepar y descansar cuando llegabas a sus copas de fuertes ramas, los mismos caminos empedrados por los que la gente pasea en bicicleta, los bancos descascarillados de pintura verde flanqueando los caminos de piedra. Las fuentes que nunca paraban de gargajear agua fresca cuando se estropeaban sus grifos, que era continuamente. Ese parque te quiere, has pasado muchas horas en él y él te ha acompañado en tus buenos y malos momentos.
Sigues caminando, dejando que los rayos cálidos del sol de otoño te den en la cara y te cieguen cuando se filtran entre las rojizas y marrones hojas de los árboles. Oyes algo a tu espalda, las hojas moverse de forma diferente, pero allí no hay nada.
Sigues caminando y pasas por el puente que cruza el estanque por el que solías pararte a mirar los diferentes peces de colores y patos que lo poblaban. En la parte más alta del puente vuelves a hacer lo mismo y te sientes como cuando era tu madre la que te llevaba a ese puente, aunque ya no quedan patos y apenas hay unos pequeños peces naranjas. Un leve viento te trae un susurro casi maléfico, casi imperceptible, una voz que habla  un idioma extraño. Infructuosamente intentas localizar qué ha sido eso y de dónde ha venido. Bajas del puente y sigues tu paseo, aunque ya no tan a gusto. Lo haces con un poco más de prisa debido a la cierta inquietud y desasosiego que te ha generado el susurro. No quieres que esa sensación incómoda te estropee el paseo, pero tampoco quieres estar en el parque más tiempo. Además, comienza a refrescar y pronto empezará a anochecer. Giras a la derecha para buscar la puerta del parque más próxima a ti, aunque sabes que es la que más lejos queda del camino que te lleva a casa.
Vuelves a oír el susurro y cómo las hojas del suelo crujen detrás de ti más furiosamente que antes. Miras hacia atrás y sólo ves el camino rodeado de árboles cuyas ramas se entrelazan formando un túnel natural. Sigues tu camino cuando a lo lejos oyes a un perro ladrar lastimeramente. Lo que en un principio fue andar rápido, ha pasado a ser una carrera de puro temor. Vuelves a oír como, violentamente, se mueve la hojarasca del suelo. Notas cómo una fría ráfaga de aire te adelanta como si un fantasma que corre una carrera contra ti te atravesase el cuerpo desde detrás hacia delante al tiempo que vuelves a oír el susurro. Mientras corres, miras hacia atrás por encima de tu hombro, sigues sin ver nada tangible, sólo son sensaciones de angustia, amenaza y terror. Cuando giras tu cabeza para volver a mirar hacia adelante, sólo puedes caerte al suelo con un profundo y agudo dolor que recorre rápidamente tu cráneo cuando una oxidada y pesada barra de plomo, que aparece de detrás del grueso y rugoso tronco de un árbol, te golpea entre el labio superior y la nariz.
Una sensación de ahogo te despierta.
Cuando abres los ojos de par en par, tras varios parpadeos, comprendes que no es una sensación de ahogo, sino una realidad a la que le pones fin cuando, con un sólo y áspero golpe de tos, escupes gran parte de la sangre que la rotura de tu tabique nasal te ha producido. Tras unos minutos de reflexión hasta ser consciente de ti mismo, te das cuenta de que te han atacado e intentas buscar una conexión entre las voces fantasmagóricas que has oído y la barra de plomo, tan real como la vida misma, que te ha golpeado.
El amargo sabor del vómito y la sangre siguen subiendo por tu garganta hasta la boca ininterrumpidamente y vuelves a escupir. Con la lengua notas como te faltan algunos dientes. No sentías esa sensación de paladear tus propios alveolos desde que te arrancaste tu primer diente de leche. Era un dolor agudo el que sentías al girarlo sobre sí mismo para que se desprendiese de su sitio pero que te gustaba sentir y sufrir. Distingues pequeños huesos de tu nariz descendiendo hasta la boca y poco a pocos los expulsas cubiertos de una mezcla rosácea de sangre y saliva.
Miras al cielo y lo ves violeta, pronto será de noche. Aún puedes distinguir la silueta oscura de los árboles, pero no son aquellos arboles que podrías dibujar mentalmente con los ojos cerrados. Has despertado en otro lugar desconocido para ti. El contorno de los árboles es diferente, el olor de las plantas ha variado, los colores del paisaje... todo ha cambiado y nada pertenece a tu mundo. Alguien te ha movido tras atacarte.
El cansancio y el dolor te pueden y casi agradeces estar en el suelo descansando con el olor de la naturaleza, el confort de la hierba alta y el aire fresco que mueve la noche. Sientes una paz interior, un sentimiento de entrega ante una situación de derrota. Te das a la más pura y total indefensión. Abres tu mellada boca estirando el cuello para que tu garganta se abra el máximo posible y así respirar mejor. Intentas tomar una gran bocanada de aire pero este te duele al sentir como roza tan frio las heridas. Cierras los ojos y la boca.
Centras tu atención en los sonidos que te llegan: una canción lenta que te suena bastante familiar aunque no recuerdas cuál es, un jadeo animal y, por último, una respiración fuerte y entrecortada, probablemente de la persona que te golpeó, lo que provoca en ti un miedo que te saca de esa relajación para crear en ti un instinto de supervivencia. Pasas de la entrega a la lucha vital. Intentas mover la cabeza hacia atrás pero tienes las clavículas rotas de la caída, empiezas a llorar y vuelves a escupir sangre por la disnea que sufres cuando sientes que tu agresor ha dado dos pasos hacia ti y se ha vuelto a detener.
Sientes el aire helado sobre ti y cómo chocan contra tu cuerpo las hojas que han caído de los  árboles. Comprendes entonces que te han quitado la ropa.
La situación te da miedo, te deja casi en estado de shock, tu cuerpo está paralizado y sigues respirando y escupiendo borbotones de sangre. Intentas hacer un chequeo mental de tu cuerpo: no puedes mover la cabeza ni los hombros debido a la rotura de las clavículas; pruebas tus brazos, manos y dedos: se mueven, funcionan; desgarras la hierba y la fría tierra del suelo de ese lugar queriendo incorporarte. Tus piernas también están sin lesiones e insistes en flexionarlas una y otra vez para ponerte en pie, pero te sientes sin fuerzas.
Los jadeos y resuellos del animal son ahora más intensos. Sientes un dolor agudo en el estómago, como no lo habías sentido nunca. Giras los ojos para intentar verte el abdomen y descubres con horror cómo un animal felino, con el morro cubierto de sangre y entrañas, está alimentándose de todas las tripas y vísceras que están totalmente fuera de tu cuerpo salvo por la conexión de un conducto grueso y ensangrentado que las une a su lugar de origen.
Intentas gritar con todo tu miedo y tu rabia en dos ocasiones cuando por fin, a la tercera,  tras expulsar una gran burbuja pegajosa de sangre de un rojo más oscuro que el resto de lo que has esputado antes, sientes que el aire frío vuelve a entrar por tu boca y que la garganta está libre para gritar y pedir ayuda. Pero en ese momento te distrae el sonido de una barra de plomo oxidada que baja cortando el viento para reventarte definitivamente la cabeza en mitad de un parque que no te quiere, en mitad de una noche que no te cubre, con una luna gigante que te ve perder la vida a chorros, cuando lo único que se te viene a la cabeza es que la canción que oyes es "Blue Moon".



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(*) Quiero agradecerle a mi amiga ANABEL CEJUELA su nueva colaboración al dibujarme la portada de este relato.
 

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