Esta es una historia a la que podríamos calificar de
angustia, terror psicológico, casquería. Ponedle el adjetivo que veáis más
acertado una vez que la hayáis leido.
La curiosidad de este relato está en que no lo escribí en un documento Word, la curiosidad se encuentra en que lo escribí para mi amiga Sara, a la que cada noche le mandaba un whatsapp con un párrafo del mismo. Creo recordar que estuve algo más de una semana escribiéndoselo sin saber cómo lo continuaría la noche siguiente. Fue una vez terminado cuando pensé “Esta guapo” lo reescribiré todo junto en un sólo documento y ahora vosotros tenéis la posibilidad de leerlo.
La curiosidad de este relato está en que no lo escribí en un documento Word, la curiosidad se encuentra en que lo escribí para mi amiga Sara, a la que cada noche le mandaba un whatsapp con un párrafo del mismo. Creo recordar que estuve algo más de una semana escribiéndoselo sin saber cómo lo continuaría la noche siguiente. Fue una vez terminado cuando pensé “Esta guapo” lo reescribiré todo junto en un sólo documento y ahora vosotros tenéis la posibilidad de leerlo.
EL PARQUE
Imagina
que caminas sin ningún tipo de compañía por el parque, a plena luz del día, mirando
los familiares y altos árboles que te
han visto crecer, a cambio de que veas cómo mudan sus hojas una y otra vez, año
tras año. ¿Cuántas veces has paseado por allí? Desde siempre, desde tu
infancia. Recuerdas incluso a tu madre sacándote de el carrito y dejándote
sobre la hierba para que jugases.
Recuerdas ver los mismo delgados y coloridos árboles
frutales, ahora casi sin hojas debido a la época del año en la que estamos; los
antiguos y robustos árboles por los que tanto te gustaba trepar y descansar
cuando llegabas a sus copas de fuertes ramas, los mismos caminos empedrados por
los que la gente pasea en bicicleta, los bancos descascarillados de pintura
verde flanqueando los caminos de piedra. Las fuentes que nunca paraban de gargajear
agua fresca cuando se estropeaban sus grifos, que era continuamente. Ese parque
te quiere, has pasado muchas horas en él y él te ha acompañado en tus buenos y
malos momentos.
Sigues caminando, dejando que los rayos cálidos del
sol de otoño te den en la cara y te cieguen cuando se filtran entre las rojizas
y marrones hojas de los árboles. Oyes algo a tu espalda, las hojas moverse de
forma diferente, pero allí no hay nada.
Sigues caminando y pasas por el puente que cruza el
estanque por el que solías pararte a mirar los diferentes peces de colores y
patos que lo poblaban. En la parte más alta del puente vuelves a hacer lo mismo
y te sientes como cuando era tu madre la que te llevaba a ese puente, aunque ya
no quedan patos y apenas hay unos pequeños peces naranjas. Un leve viento te
trae un susurro casi maléfico, casi imperceptible, una voz que habla un idioma extraño. Infructuosamente intentas
localizar qué ha sido eso y de dónde ha venido. Bajas del puente y sigues tu paseo,
aunque ya no tan a gusto. Lo haces con un poco más de prisa debido a la cierta
inquietud y desasosiego que te ha generado el susurro. No quieres que esa
sensación incómoda te estropee el paseo, pero tampoco quieres estar en el
parque más tiempo. Además, comienza a refrescar y pronto empezará a anochecer. Giras
a la derecha para buscar la puerta del parque más próxima a ti, aunque sabes
que es la que más lejos queda del camino que te lleva a casa.
Vuelves a oír el susurro y cómo las hojas del suelo
crujen detrás de ti más furiosamente que antes. Miras hacia atrás y sólo ves el
camino rodeado de árboles cuyas ramas se entrelazan formando un túnel natural.
Sigues tu camino cuando a lo lejos oyes a un perro ladrar lastimeramente. Lo
que en un principio fue andar rápido, ha pasado a ser una carrera de puro temor.
Vuelves a oír como, violentamente, se mueve la hojarasca del suelo. Notas cómo
una fría ráfaga de aire te adelanta como si un fantasma que corre una carrera
contra ti te atravesase el cuerpo desde detrás hacia delante al tiempo que
vuelves a oír el susurro. Mientras corres, miras hacia atrás por encima de tu
hombro, sigues sin ver nada tangible, sólo son sensaciones de angustia, amenaza
y terror. Cuando giras tu cabeza para volver a mirar hacia adelante, sólo
puedes caerte al suelo con un profundo y agudo dolor que recorre rápidamente tu
cráneo cuando una oxidada y pesada barra de plomo, que aparece de detrás del
grueso y rugoso tronco de un árbol, te golpea entre el labio superior y la
nariz.
Una sensación de ahogo te despierta.
Cuando abres los ojos de par en par, tras varios
parpadeos, comprendes que no es una sensación de ahogo, sino una realidad a la
que le pones fin cuando, con un sólo y áspero golpe de tos, escupes gran parte
de la sangre que la rotura de tu tabique nasal te ha producido. Tras unos
minutos de reflexión hasta ser consciente de ti mismo, te das cuenta de que te
han atacado e intentas buscar una conexión entre las voces fantasmagóricas que
has oído y la barra de plomo, tan real como la vida misma, que te ha golpeado.
El amargo sabor del vómito y la sangre siguen
subiendo por tu garganta hasta la boca ininterrumpidamente y vuelves a escupir.
Con la lengua notas como te faltan algunos dientes. No sentías esa sensación de
paladear tus propios alveolos desde que te arrancaste tu primer diente de
leche. Era un dolor agudo el que sentías al girarlo sobre sí mismo para que se
desprendiese de su sitio pero que te gustaba sentir y sufrir. Distingues
pequeños huesos de tu nariz descendiendo hasta la boca y poco a pocos los
expulsas cubiertos de una mezcla rosácea de sangre y saliva.
Miras al cielo y lo ves violeta, pronto será de
noche. Aún puedes distinguir la silueta oscura de los árboles, pero no son
aquellos arboles que podrías dibujar mentalmente con los ojos cerrados. Has
despertado en otro lugar desconocido para ti. El contorno de los árboles es
diferente, el olor de las plantas ha variado, los colores del paisaje... todo
ha cambiado y nada pertenece a tu mundo. Alguien te ha movido tras atacarte.
El cansancio y el dolor te pueden y casi agradeces
estar en el suelo descansando con el olor de la naturaleza, el confort de la
hierba alta y el aire fresco que mueve la noche. Sientes una paz interior, un
sentimiento de entrega ante una situación de derrota. Te das a la más pura y
total indefensión. Abres tu mellada boca estirando el cuello para que tu
garganta se abra el máximo posible y así respirar mejor. Intentas tomar una
gran bocanada de aire pero este te duele al sentir como roza tan frio las
heridas. Cierras los ojos y la boca.
Centras tu atención en los sonidos que te llegan: una
canción lenta que te suena bastante familiar aunque no recuerdas cuál es, un
jadeo animal y, por último, una respiración fuerte y entrecortada,
probablemente de la persona que te golpeó, lo que provoca en ti un miedo que te
saca de esa relajación para crear en ti un instinto de supervivencia. Pasas de
la entrega a la lucha vital. Intentas mover la cabeza hacia atrás pero tienes
las clavículas rotas de la caída, empiezas a llorar y vuelves a escupir sangre
por la disnea que sufres cuando sientes que tu agresor ha dado dos pasos hacia
ti y se ha vuelto a detener.
Sientes el aire helado sobre ti y cómo chocan contra
tu cuerpo las hojas que han caído de los
árboles. Comprendes entonces que te han quitado la ropa.
La situación te da miedo, te deja casi en estado de shock,
tu cuerpo está paralizado y sigues respirando y escupiendo borbotones de
sangre. Intentas hacer un chequeo mental de tu cuerpo: no puedes mover la cabeza
ni los hombros debido a la rotura de las clavículas; pruebas tus brazos, manos
y dedos: se mueven, funcionan; desgarras la hierba y la fría tierra del suelo
de ese lugar queriendo incorporarte. Tus piernas también están sin lesiones e
insistes en flexionarlas una y otra vez para ponerte en pie, pero te sientes
sin fuerzas.
Los jadeos y resuellos del animal son ahora más
intensos. Sientes un dolor agudo en el estómago, como no lo habías sentido
nunca. Giras los ojos para intentar verte el abdomen y descubres con horror cómo
un animal felino, con el morro cubierto de sangre y entrañas, está alimentándose
de todas las tripas y vísceras que están totalmente fuera de tu cuerpo salvo
por la conexión de un conducto grueso y ensangrentado que las une a su lugar de
origen.
Intentas gritar con todo tu miedo y tu rabia en dos
ocasiones cuando por fin, a la tercera, tras
expulsar una gran burbuja pegajosa de sangre de un rojo más oscuro que el resto
de lo que has esputado antes, sientes que el aire frío vuelve a entrar por tu
boca y que la garganta está libre para gritar y pedir ayuda. Pero en ese momento
te distrae el sonido de una barra de plomo oxidada que baja cortando el viento
para reventarte definitivamente la cabeza en mitad de un parque que no te
quiere, en mitad de una noche que no te cubre, con una luna gigante que te ve
perder la vida a chorros, cuando lo único que se te viene a la cabeza es que la
canción que oyes es "Blue Moon".
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(*) Quiero agradecerle a mi amiga ANABEL CEJUELA su nueva colaboración al dibujarme la portada de este relato.
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