domingo, 3 de diciembre de 2017

TRES PLANTAS EN ASCENSOR

Ya tenía yo ganas de rendirle tributo a la persona que ha llenado de Rock y de Swing las noches de mis últimos domingos. Alguien que con su música y su arte convierte este mundo en un lugar un poquito mejor. Hacía tiempo que quería escribir una historia basada en alguna de sus canciones pero no terminaba de decirme, hasta que una tarde en el trabajo, en la que "no había que trabajar", me decidí por la historia que se narra en "La ragazza del elevatore" y en su segunda parte "Bajo el sol de medianoche" y allí mismo, en mi cuaderno, comencé a darle forma.

Este es mi regalo para Andrés Herrera "Pájaro" y para todo el que contribuyó a ese sonido platerésco, tan peculiar, que creó nuestro querido Silvio.

Agradecerle, también, la ilustración de la historia a María Carmona, que  le ha dedicado su tiempo para que todo fuese perfecto.


TRES PLANTAS EN ASCENSOR

Los zapatos nuevos me aprietan los pies, en la zapatería me resultaban más cómodos. Después de la noche de juerga han perdido su brillo. La mañana es fría, aún no ha salido el sol completamente. Siento cómo la última copa de ponche flota en mi cabeza y me hace perder el equilibrio hasta tropezar y apoyarme en la pared para no caer. Disimulando el traspié, aprovecho para detenerme en el camino de vuelta a casa y  descansar. Me enciendo un cigarrillo, es el último del paquete de ducados. Lo arrugo y lo hago una bola, busco una papelera para tirarlo pero, al no ver ninguna, disgustándome conmigo mismo, lo tiro bajo un coche. Al darle la primera calada a fondo, toso escandalosamente. Dejo que el aire limpio de la mañana purifique mis pulmones para volver a contaminarlos con otra calada del cigarrillo.
Fumando tranquilamente, apoyado contra la pared, empiezo a pensar que tengo una edad en la que trasnochar tanto no es buena idea. Mi cuerpo lo acusa, ya no tengo veinte años, tengo casi el triple, mi pelo se ha vuelto canoso y ya no aguanto el alcohol como antes. Las resacas me suelen durar ocho días en lugar de ocho horas. Realmente el alcohol nunca me sentó bien. Hago balance y, definitivamente, he cometido muchos errores en mi vida, he conseguido apartar de mi lado a todos los que alguna vez me quisieron, a la gente que le importaba, especialmente mujeres.
Dejo de pensar y me siento mejor. Recompongo mi aspecto, coloco el cuello de mi camisa. Los rayos del amanecer empiezan a asomar, saco mis gafas de sol del bolsillo de la chaqueta y continúo el camino de vuelta a casa.

Doblo la esquina y veo cómo se encienden las luces de mi portal. Miro el reloj de mi muñeca pero lleva parado desde las 04:15 de la madrugada. Sigo caminando, la puerta del edificio se abre y ella sale vistiendo el uniforme de su colegio: su falda de cuadros escoceses verdes y rojos, sus enormes y feos zapatones negros, los leotardos de color azul oscuro, el pico del chaleco dado de sí, premeditadamente, para mostrar el escote, una fina cadena de oro adorna su blanquecino cuello y cae entre sus pequeños y firmes pechos. Tiene una cara angelical, ligeramente cubierta por algo de maquillaje, pero tras esa máscara de inocencia se esconde lo que Nabokov llamaría una auténtica nínfula.
Me cruzo con ella, le dedico una sonrisa y trato de darle los buenos días pero gira la cabeza y no me presta atención. Me atraganto con el humo del cigarrillo, las cuerdas vocales se me hacen un nudo y solo soy capaz de gruñirle algo ininteligible. Maldigo mi estupidez. Apago el cigarrillo en el macetero de la entrada y la puerta se cierra estrepitosamente en mis narices a pesar de haber acelerado el paso para evitarlo. Rebusco las llaves en los bolsillos.

Entro en el portal, la luz se apaga justo cuando estoy subiendo las escaleras de la entrada, protesto por la oscuridad de forma que ni yo mismo me entiendo. Pulso el interruptor y la vuelvo a encender. Ahora me molesta tanta claridad a pesar de llevar puestas, todavía, las gafas de sol. Camino lentamente hacia el ascensor, mis zapatos resuenan contra el mármol del suelo. Pulso el botón de bajada y una lucecita de color naranja apagado ilumina el panel. Lo oigo bajar, con su sonido rítmico y acompasado Tucúm-tucúm, la maquinaria suena como un instrumento de percusión Tucúm-tucúm, marcando el compás Tucúm-tucúm. Es hipnotizador, pienso en escribir una canción con ese ritmo Tucúm-tucúm.
Oigo cómo se abre el portal, unos zapatos suben con urgencia las escaleras, los cristales de la entrada vibran con el portazo y por fin… ¡ella otra vez! Jadeando tras la carrera. Sigue ignorándome, esconde la cabeza en el interior de su mochila y busca algo que no encuentra. Deduzco que se le ha debido olvidar algún libro o cuaderno importante del colegio. El ascensor llega y, caballerosamente, le abro la puerta. Entra malhumorada, se apoya contra el cristal y, con la mirada perdida en el techo, cruza los brazos sosteniendo una carpeta. Entro detrás de ella, cierro la puerta, pulso el botón de mi planta y me vuelvo a maldecir por por vivir en el tercero y no en el ático para poder enterarme, al menos, de cuál es su planta.

El marcador sobre los botones indica que estamos en la primera planta. No sé ni su nombre, solo conozco a su madre porque siempre me mira mal en las reuniones de vecinos y aprieta su bolso contra el pecho cuando nos cruzamos en el portal.
Me fijo en su  carpeta, está forrada con fotos de un chico un par de años mayor que ella. Debe ser su novio. Me gustaría regalarle una foto mía sobre el escenario tocando la guitarra pero no estaría bien. Hago un esfuerzo profundo para oler su colonia, un perfume que sale de su cuello y se entremezcla con mi olor a ponche y ducados.
Cuando vamos a mitad de camino, las luces del panel forman un dos. Pienso en invitarla a desayunar, seguro que va a hacer novillos, no va a entrar a primera hora y sé que aún me queda un billete de veinte arrugado en algún lugar de la cartera. Sería un buen plan, aunque solo sea un café, lo que sea por pasar más tiempo con ella que el que transcurre en nuestros viajes en ascensor. ¡Cómo me gustaría besarla!
Al llegar a la tercera planta pienso -¿Qué estoy diciendo?- Soy mucho mayor que ella y su madre podría denunciarme a la policía, terminaríamos en los juzgados y saldría culpable. Vuelvo a sonreírle y ella vuelve a ignorarme, pero esta vez detecto un leve gesto en sus labios, un conato de sonrisa. Cierro la puerta del ascensor y oigo como este reanuda la marcha con su Tucúm -Tucúm y vuelvo a pensar en mi vecina -No me importaría ir a presidio por ese beso.

miércoles, 1 de noviembre de 2017

LA LEYENDA DE FRANCISCO "EL HOMBRE".

Fue a principios de los 90 cuando por primera vez escuché hablar de Francisco en una canción llamada la "Hamaca grande". La segunda vez fue leyendo "Cien años de Soledad" de García Márquez, libro que me regaló mi amiga Alexandra. Entendí entonces que, Francisco era un hombre relevante en la cultura colombiana y decidí buscar información sobre él. Su leyenda me pareció lo bastante entretenida como no dejarla pasar, para llevarla a mi terreno, y esperar a subirla en este día 1 de Noviembre.


LA LEYENDA DE FRANCISCO "EL HOMBRE"



La música de acordeones, tambores y guitarras sonaba viva y rápida desde la tarima a un mismo compás. Las muchachas con vestidos blancos bailaban alegres con sus novios o con los jóvenes que, estrenando traje y sombreros de colores claros, pretendían serlo. Eran días feriados en Riohacha y aquella noche todo el mundo salió a festejar a la plaza, incluido Francisco Moscote, famoso acordeonista, conocido y aplaudido en todo el departamento.
Los lamentos y aplausos se mezclaron en el aire cuando el músico se despidió cariñosamente tras terminar su última canción súbitamente, como debe acabar un vallenato.
Terminaba ya su cuarta botella de ron con sus amigos y vecinos del lugar cuando decidió colgarse a la espalda su acordeón para emprender el viaje de vuelta a casa, no sin antes pagar una última botella para el camino. Tambaleándose y con la sonrisa empapada en sudor y alcohol, desató a su burro y, tirándole de la soga, caminó con él hasta la salida del pueblo, saludando a los vecinos que volvían a sus casas después de la fiesta tocándose el ala del sombrero.

Francisco siempre había sido un hombre de honor, querido y respetado, valiente y cabal pero, ya fuera por el alcohol o por el enrarecido cielo oscuro adornado con nubes violetas que parcialmente ocultaban la luna con sus diferentes formas y que a él se le antojaba anticipo de mal augurio, sentía temor hasta de su propia sombra que, mezclada con la de su burro, se proyectaba deforme en la pared dando lugar a una extraña y oscura criatura, mitad humana mitad equina.

Llegado a la  selva se detuvo, sintió cierto pavor, se le antojó más negra y oscura de lo habitual pero se convenció a si mismo de que nada malo le esperaba en el interior de la naturaleza. Había recorrido aquella espesura mil veces en su vida y conocía todos los caminos de la Guajira, desde Riohacha hasta Machobayo, donde nació. Lejos del calor de la plaza del pueblo y del abrazo de la gente, sintió cómo el frio de la noche comenzaba a calarle hasta los huesos así que le dio un largo trago a su botella de ron, se colocó su ruana y subió a su burro para adentrarse en la selva.
Entre trago y trago de ron, tarareaba viajas canciones del lugar, repasando las historias de los  hombres de Colombia y de los lugares que en ellas se contaban, historias que, generación tras generación, se habían ido pasando y a las que alguien, en algún momento, decidió ponerles música. La niebla se hacía espesa y las sombras de los árboles y de las aves nocturnas se hacían cada vez más fantasmagóricas. Ocurrió entonces que, de tanto alcohol, Francisco sintió la llamada de la naturaleza y su vejiga le pidió orinar. Descendió de su burro al que le pidió con un arrumaco que no le abandonase, buscó el oportuno tronco de un árbol y comenzó a orinar. Miró a la copa de un árbol donde, desde una rama, un búho le miraba con sus enormes ojos amarillos.
 —Buenas noches pequeño— , le saludó Francisco, que solo obtuvo un giro de cabeza de ciento ochenta grados como respuesta por parte del animal. “Mal educado” pensó sonriendo mientras se vestía caminando hacia su burro para continuar su regreso a casa cuando un fuerte olor a azufre llegó hasta su nariz. ¿De dónde provenía aquel olor?
Montó temeroso y reanudó el camino mirando a su alrededor, contemplando las  siluetas de los oscuros árboles, temiendo los amarillos y encendidos ojos de los animales que le observaban agazapados en la maleza, acongojado por los sonidos de las aves nocturnas que graznaban a su paso. El olor a azufre se hacía más y más intenso. Decidió entonces descolgarse el acordeón de la espalda para tocar y espantar su miedo haciendo así más llevadero el camino. Iba ya por la tercera canción cuando entrando al compás exacto, en el momento oportuno, otro acordeón le contestó en la lejanía, devolviéndole mejorada la misma melodía que él tocaba. —¿Quién va?— Preguntó Francisco a la negra noche dejando de tocar. Solo obtuvo por respuesta otra estrofa de acordeón. ¿Quién sería la persona que con gran destreza le retaba en duelo musical? Esta vez fue él quien continuó con la siguiente estrofa de la misma melodía. Cuando terminó la canción, bajó del burro y caminó un par de pasos con su acordeón sobre  el pecho. El olor a azufre era insoportable y las nubes violetas que taparon completamente a la luna hicieron que la selva fuera completamente oscura. Volvió a colocar sus dedos sobre las teclas del acordeón y comenzó una nueva canción provocando a su rival para continuar el duelo musical. Un par de notas antes de terminar su estrofa, el otro acordeón tomó el relevo de la melodía y subió el nivel de la competición, a lo que Francisco respondió con mayor viveza y mejor ejecución tras aguardar su turno. Las estrofas, vertiginosas, se sucedían una tras otras. Si un músico aumentaba el ritmo, el otro lo duplicaba, si uno tocaba con notas agudas, su rival bajaba hasta sonidos tan graves que casi eran imposibles. Los oídos de Francisco parecía que iban a estallar, sus dedos se movían ágiles y casi descontrolados por el teclado, los acordeones se pisaban tocando las mismas notas, ninguno de los músicos le daba un segundo de tregua al otro. La espalda de Francisco comenzaba a humedecerse por el sudor del esfuerzo en el duelo mientras se preguntaba quién sería aquel hombre que tan duramente le hacía frente y que parecía saber todas las canciones de antemano. Nada podía pararles hasta que, de repente, un brillante haz de luz cegó a Francisco y le hizo caer al suelo mientras se cubría el rostro con su acordeón. La música cesó, la luz aún seguía allí y Francisco bajó lentamente su instrumento al tiempo que abría los ojos. Cuando su vista se acomodó al cambio de luz, contempló horrorizado la figura de casi tres metros de alto que se encontraba frente a él. Era delgado, con una estructura equina de cintura para abajo, tal y como su propia sombra había reflejado sobre la pared esa misma noche al salir del pueblo. Su pecho estaba desnudo, cubierto solamente por un acordeón. Desde los laterales de su cabeza crecían dos enormes cuernos curvos que acababan en punta. Entendió el músico, desde el suelo, entonces, que la persona que le estaba retando en aquel duelo musical era el mismísimo demonio y que si perdía en aquel duelo, este, se llevaría su alma dejando su cuerpo muerto a merced de las bestias de la selva. Urdió Francisco un plan para asegurarse la victoria en aquel duelo, comenzó a tocar una melodía nueva, una que el demonio desconocía y no podía igualar, ni si quiera tocar, el credo al revés con su acordeón. Tuvo que hacer un esfuerzo para colocar mentalmente cada compás al revés, cosa que despistó a Satanás, hasta que finalmente logró reordenar toda la melodía en orden inverso. Tal fue la impotencia del demonio al no poder superar la destreza de Francisco que finalmente dio por perdido el duelo y volvió de regreso al averno. El brillante rayo de luz desapareció dejando a oscuras en mitad de la selva al músico de Machobayo.

…Y así termina la leyenda de Francisco “El Hombre”, que logró zafarse de la muerte frente al demonio en un duelo de acordeones.
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Dedicado a mi amiga Luz, abanderada y gran defensora de su tierra y de sus costumbres, Colombia.

miércoles, 11 de octubre de 2017

LA ESTACIÓN DE AUTOBUSES

Este relato me vino en forma de sueño, sí, lo soñé, lo pasé mal dentro del sueño y al despertarme. Me impactó tanto haber perdido cuarenta años en un minuto que sentí  la necesidad de escribirlo para no olvidar aprovechar el tiempo y no dejar pasar las oportunidades. Así que, cómo ya estaba escrito, al relato que se suponía que subiría este mes aún le falta un último repaso y mucha gente se ha quejado de que mis historias son demasiado largas para leer en un blog, aquí tenéis este sueño.




LA ESTACIÓN DE AUTOBUSES

-¡Pasen los pasajeros con los números desde el trescientos cincuenta al trescientos setenta!- Anunció el conductor de autobuses. Al igual que el resto de sus compañeros vestía con el uniforme de la compañía, zapatos negros bien lustrados, camisa blanca, traje y corbata azul oscuro y gorra de plato del mismo color. Era un joven mulato, con algo de sobrepeso que le daba a su cara una forma redondeada. Bajo su gorra se intuía un pelo negro muy rizado y corto.
La muchedumbre comenzó a caminar hasta agolparse frente a él que ordenadamente los organizaba para que entrasen en el andén. Lo hacían torpemente, acarreando sus pesadas maletas, chocando unas con otras las enormes mochilas que colgaban en sus espaldas.
Ella entró desganada, sin mirar atrás, por el largo y serpenteante pasillo formado por gruesos cordones rojos que se había colocado frente a la entrada del autobús y donde se acumulaba la gente para que le hicieran el interpelio que les permitía subir, dejándome a merced del conductor de autobuses que me impedía el acceso.
-Disculpe señor, ¿qué número tiene usted?- Me preguntó el joven y sonriente empleado.
-No lo recuerdo, pero tengo que ir con ella.- Contesté triste y seguro de mí mismo, señalándola con el dedo.
-Lo siento, señor, si no tiene número tendrá que esperar al final de la cola con el resto de pasajeros sin número de acceso.
Continué mirándola, estaba de espaldas con su pequeña mochila de hilo de mil colores, sus gastadas sandalias de tiras de cuero y su pantalón vaquero ancho y caído, que dejaba ver sus huesudas caderas. Me bastó parpadear un instante para ver cómo hablaba con un tipo tan delgado que estaba casi en los huesos, vestía vaqueros rotos, una camiseta blanca y unos acolchados guantes de motorista. Estaba seguro de que se conocían desde hacía mucho tiempo, el doble de tiempo del que realmente llevaban sin verse. Discutían algo o, al menos, él discutía, ella no hacía nada, solo escuchaba pacientemente. Intentaba convencerla de que se fuera con él. Sentí miedo de que ella aceptara y se fuera con él, sabía que se irían juntos y aún así no hice nada para detenerla, quise ver el final de aquella escena.
Como si de un truco en el montaje de una película barata se tratase, un tipo enorme se cruzó por delante de mí, tapándome la visión de la pareja. Cuando por fin recuperé el ángulo de la situación, él tenía una espesa y poblada barba  castaña que difería del color rubio de su cabeza y ella llevaba una felpa violeta en el pelo y sujetaba en sus brazos un bebé que reposaba sobre su cadera derecha. ¡No entendía aquello!
-Perdone, ¿le ha hecho ya las preguntas a ella?- Le pregunté al pequeño y rechoncho conductor de autobuses.
-Claro señor, hace cuarenta años.- Me respondió mirando a la cara desde su baja estatura con una cara sonriente y servicial como la del botones de un hotel de cinco estrellas.
Cuarenta años. No podía creerlo, en algún momento de la espera en aquella extraña estación de autobuses habían transcurrido cuarenta años de mi vida, lo que en cierto modo explicaba el cambio de aspecto físico de la pareja que ahora se alejaba de mi  sentada en la primera fila de la segunda planta de un autobús al que no pude subir.

martes, 5 de septiembre de 2017

48 MINUTOS MÁS





Mascando chicle parece un camello moviendo la mandíbula. Está sentado en el banco de madera. Mueve compulsivamente las piernas, con energía, para desentumecer los músculos. Las tiene muy abiertas. Las manos, parcialmente vendadas, sobre las rodillas. Tiene la mirada perdida en el suelo cubierto de pequeños trozos de barro agujereado por los tacos de las botas y de briznas de hierba.
Una respiración  profunda provoca que las aletillas de la nariz se le extiendan y contraigan, el pecho se le hincha y el aire sale por una boca cuyos labios forman una o. Siente sed, bebe de pequeño bidón de plástico, luego otro trago más que mantiene en la boca para humedecerla y que luego escupe con fuerza para que llegue al cubo del rincón que tiene más cercano. Finalmente, otro trago para terminar de saciar la sed.
Está aislado del resto del mundo, aislado de sus compañeros, se siente responsable, bajo presión pero tiene nervios de acero y sabe controlar la situación. ¡Es el capitán!
Su concentración es máxima: focaliza, analiza, visualiza la victoria.
-¿Estamos, joder?- Pregunta el entrenador en voz alta, tras dar las instrucciones, dando una fuerte palmada que lo saca de su concentración. Piensa en el tiempo en el que puede llevar hablando su entrenador, podrían haber sido minutos u horas y no se habría enterado. -¡Capitán! ¿Estamos, hostias?- Le pregunta ahora individualmente. Contesta afirmativamente con un seco movimiento de cabeza sin dejar de mascar chicle con la boca abierta y rápidamente vuelve a su mundo. Cierra los ojos y vuela a su zona de confort para relajarse: hielo, una temperatura bajo cero que no le afecta, solo le calma.  Siente el aire gélido recorrer su nuca y la parte posterior de sus orejas. Allí, en ese clima hostil para muchos, se siente poderoso.
Hace ejercicios con el cuello y los hombros para estirar los músculos.
El timbre, inoportuno, lo devuelve definitivamente al vestuario del estadio con su sonido eléctrico y chisporroteante. Se levanta de un salto, como un resorte. Sus compañeros van saliendo al pasillo dándose golpes en pecho y en el culo unos a otros para animarse. Estira un poco más para hacer tiempo y salir el último del vestuario. Es su manía.

-48 minutos más tarde-

La situación no ha mejorado. Aunque el empuje de su equipo es fuerte y continuo el marcador sigue empatado a uno.
Casi no ha tenido que intervenir, ha pasado la mayor parte del partido fuera del su zona, al borde del área.
Las ocasiones de adelantarse en el marcador se suceden cada vez con más frecuencia una tras otra, pero infructuosamente, y el tiempo se agota poco a poco. Solo una ocasión más antes de que todo termine.
El balón rebota en la pierna de un defensor contrario y el árbitro señala la esquina del terreno de juego. Él camina lentamente hasta situarse a pocos metros del centro del campo. Se detiene, cierra los puños y contempla el estadio: las gradas llenas, los aficionados gritan animando a su equipo, aplauden rítmicamente al mismo son, agitan banderas que colorean las gradas del estadio.
La piel se le eriza, un escalofrío le recorre el cuerpo. Cierra los ojos, vuelve a su helada zona de confort y una idea, una visión, toma forma en su cabeza. Abre los ojos, mira al banquillo, no tiene que decirle nada a su entrenador, ya sabe lo que piensa, y este acompaña el gesto de sus brazos dándole permiso con un grito. Los ojos se le abren como platos y comienza a correr. A su paso, el público de la grada se pone de pie, algunos incluso se suben a sus asientos. Unos lo señalan, otros le animan a seguir, algunos avisan a sus acompañantes de la acción que está ocurriendo. Todos están gratamente sorprendidos.
Su compañero ya ha colocado el balón en la esquina para ponerlo en juego. Da tres pasos hacia atrás, pero no saca, le espera. Él sigue corriendo rápido,  pensando en el momento. No sabe cuándo volverá a vivir otra situación así ni si volverá a vivirla, no sabe cuándo jugará otra final. Solo sabe que el momento, su momento, es ahora.
El encargado de sacar da una pequeña carrera y golpea el balón. Se eleva, vuela. Él ya ha llegado a área y sigue avanzando buscando ese balón que sigue subiendo mientras gira sobre sí mismo. Salta más que  nadie, supera al delantero de su equipo en el salto, a los defensas que ha arrastrado en su incursión en el área, incluso al defensor que cubría a su compañero. El balón está a menos de  medio metro de su frente. El corazón se le detiene, se le detiene a él, a sus compañeros, a sus rivales y a los aficionados, tanto dentro como fuera del estadio. La vida se para, no oye nada, no hay gritos del público, solo el suave susurro del viento helado rompe el silencio. El aire frío vuelve a recorrer su cuello y la parte posterior de sus orejas. Un sonido seco suena cuando, vigorosamente, golpea el balón con la frente impulsándolo hasta dentro de la portería.