martes, 5 de septiembre de 2017

48 MINUTOS MÁS





Mascando chicle parece un camello moviendo la mandíbula. Está sentado en el banco de madera. Mueve compulsivamente las piernas, con energía, para desentumecer los músculos. Las tiene muy abiertas. Las manos, parcialmente vendadas, sobre las rodillas. Tiene la mirada perdida en el suelo cubierto de pequeños trozos de barro agujereado por los tacos de las botas y de briznas de hierba.
Una respiración  profunda provoca que las aletillas de la nariz se le extiendan y contraigan, el pecho se le hincha y el aire sale por una boca cuyos labios forman una o. Siente sed, bebe de pequeño bidón de plástico, luego otro trago más que mantiene en la boca para humedecerla y que luego escupe con fuerza para que llegue al cubo del rincón que tiene más cercano. Finalmente, otro trago para terminar de saciar la sed.
Está aislado del resto del mundo, aislado de sus compañeros, se siente responsable, bajo presión pero tiene nervios de acero y sabe controlar la situación. ¡Es el capitán!
Su concentración es máxima: focaliza, analiza, visualiza la victoria.
-¿Estamos, joder?- Pregunta el entrenador en voz alta, tras dar las instrucciones, dando una fuerte palmada que lo saca de su concentración. Piensa en el tiempo en el que puede llevar hablando su entrenador, podrían haber sido minutos u horas y no se habría enterado. -¡Capitán! ¿Estamos, hostias?- Le pregunta ahora individualmente. Contesta afirmativamente con un seco movimiento de cabeza sin dejar de mascar chicle con la boca abierta y rápidamente vuelve a su mundo. Cierra los ojos y vuela a su zona de confort para relajarse: hielo, una temperatura bajo cero que no le afecta, solo le calma.  Siente el aire gélido recorrer su nuca y la parte posterior de sus orejas. Allí, en ese clima hostil para muchos, se siente poderoso.
Hace ejercicios con el cuello y los hombros para estirar los músculos.
El timbre, inoportuno, lo devuelve definitivamente al vestuario del estadio con su sonido eléctrico y chisporroteante. Se levanta de un salto, como un resorte. Sus compañeros van saliendo al pasillo dándose golpes en pecho y en el culo unos a otros para animarse. Estira un poco más para hacer tiempo y salir el último del vestuario. Es su manía.

-48 minutos más tarde-

La situación no ha mejorado. Aunque el empuje de su equipo es fuerte y continuo el marcador sigue empatado a uno.
Casi no ha tenido que intervenir, ha pasado la mayor parte del partido fuera del su zona, al borde del área.
Las ocasiones de adelantarse en el marcador se suceden cada vez con más frecuencia una tras otra, pero infructuosamente, y el tiempo se agota poco a poco. Solo una ocasión más antes de que todo termine.
El balón rebota en la pierna de un defensor contrario y el árbitro señala la esquina del terreno de juego. Él camina lentamente hasta situarse a pocos metros del centro del campo. Se detiene, cierra los puños y contempla el estadio: las gradas llenas, los aficionados gritan animando a su equipo, aplauden rítmicamente al mismo son, agitan banderas que colorean las gradas del estadio.
La piel se le eriza, un escalofrío le recorre el cuerpo. Cierra los ojos, vuelve a su helada zona de confort y una idea, una visión, toma forma en su cabeza. Abre los ojos, mira al banquillo, no tiene que decirle nada a su entrenador, ya sabe lo que piensa, y este acompaña el gesto de sus brazos dándole permiso con un grito. Los ojos se le abren como platos y comienza a correr. A su paso, el público de la grada se pone de pie, algunos incluso se suben a sus asientos. Unos lo señalan, otros le animan a seguir, algunos avisan a sus acompañantes de la acción que está ocurriendo. Todos están gratamente sorprendidos.
Su compañero ya ha colocado el balón en la esquina para ponerlo en juego. Da tres pasos hacia atrás, pero no saca, le espera. Él sigue corriendo rápido,  pensando en el momento. No sabe cuándo volverá a vivir otra situación así ni si volverá a vivirla, no sabe cuándo jugará otra final. Solo sabe que el momento, su momento, es ahora.
El encargado de sacar da una pequeña carrera y golpea el balón. Se eleva, vuela. Él ya ha llegado a área y sigue avanzando buscando ese balón que sigue subiendo mientras gira sobre sí mismo. Salta más que  nadie, supera al delantero de su equipo en el salto, a los defensas que ha arrastrado en su incursión en el área, incluso al defensor que cubría a su compañero. El balón está a menos de  medio metro de su frente. El corazón se le detiene, se le detiene a él, a sus compañeros, a sus rivales y a los aficionados, tanto dentro como fuera del estadio. La vida se para, no oye nada, no hay gritos del público, solo el suave susurro del viento helado rompe el silencio. El aire frío vuelve a recorrer su cuello y la parte posterior de sus orejas. Un sonido seco suena cuando, vigorosamente, golpea el balón con la frente impulsándolo hasta dentro de la portería.