miércoles, 11 de octubre de 2017

LA ESTACIÓN DE AUTOBUSES

Este relato me vino en forma de sueño, sí, lo soñé, lo pasé mal dentro del sueño y al despertarme. Me impactó tanto haber perdido cuarenta años en un minuto que sentí  la necesidad de escribirlo para no olvidar aprovechar el tiempo y no dejar pasar las oportunidades. Así que, cómo ya estaba escrito, al relato que se suponía que subiría este mes aún le falta un último repaso y mucha gente se ha quejado de que mis historias son demasiado largas para leer en un blog, aquí tenéis este sueño.




LA ESTACIÓN DE AUTOBUSES

-¡Pasen los pasajeros con los números desde el trescientos cincuenta al trescientos setenta!- Anunció el conductor de autobuses. Al igual que el resto de sus compañeros vestía con el uniforme de la compañía, zapatos negros bien lustrados, camisa blanca, traje y corbata azul oscuro y gorra de plato del mismo color. Era un joven mulato, con algo de sobrepeso que le daba a su cara una forma redondeada. Bajo su gorra se intuía un pelo negro muy rizado y corto.
La muchedumbre comenzó a caminar hasta agolparse frente a él que ordenadamente los organizaba para que entrasen en el andén. Lo hacían torpemente, acarreando sus pesadas maletas, chocando unas con otras las enormes mochilas que colgaban en sus espaldas.
Ella entró desganada, sin mirar atrás, por el largo y serpenteante pasillo formado por gruesos cordones rojos que se había colocado frente a la entrada del autobús y donde se acumulaba la gente para que le hicieran el interpelio que les permitía subir, dejándome a merced del conductor de autobuses que me impedía el acceso.
-Disculpe señor, ¿qué número tiene usted?- Me preguntó el joven y sonriente empleado.
-No lo recuerdo, pero tengo que ir con ella.- Contesté triste y seguro de mí mismo, señalándola con el dedo.
-Lo siento, señor, si no tiene número tendrá que esperar al final de la cola con el resto de pasajeros sin número de acceso.
Continué mirándola, estaba de espaldas con su pequeña mochila de hilo de mil colores, sus gastadas sandalias de tiras de cuero y su pantalón vaquero ancho y caído, que dejaba ver sus huesudas caderas. Me bastó parpadear un instante para ver cómo hablaba con un tipo tan delgado que estaba casi en los huesos, vestía vaqueros rotos, una camiseta blanca y unos acolchados guantes de motorista. Estaba seguro de que se conocían desde hacía mucho tiempo, el doble de tiempo del que realmente llevaban sin verse. Discutían algo o, al menos, él discutía, ella no hacía nada, solo escuchaba pacientemente. Intentaba convencerla de que se fuera con él. Sentí miedo de que ella aceptara y se fuera con él, sabía que se irían juntos y aún así no hice nada para detenerla, quise ver el final de aquella escena.
Como si de un truco en el montaje de una película barata se tratase, un tipo enorme se cruzó por delante de mí, tapándome la visión de la pareja. Cuando por fin recuperé el ángulo de la situación, él tenía una espesa y poblada barba  castaña que difería del color rubio de su cabeza y ella llevaba una felpa violeta en el pelo y sujetaba en sus brazos un bebé que reposaba sobre su cadera derecha. ¡No entendía aquello!
-Perdone, ¿le ha hecho ya las preguntas a ella?- Le pregunté al pequeño y rechoncho conductor de autobuses.
-Claro señor, hace cuarenta años.- Me respondió mirando a la cara desde su baja estatura con una cara sonriente y servicial como la del botones de un hotel de cinco estrellas.
Cuarenta años. No podía creerlo, en algún momento de la espera en aquella extraña estación de autobuses habían transcurrido cuarenta años de mi vida, lo que en cierto modo explicaba el cambio de aspecto físico de la pareja que ahora se alejaba de mi  sentada en la primera fila de la segunda planta de un autobús al que no pude subir.